Vanguardia

Plaza de almas

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En cierta ocasión estaba yo en un bar de rompe y rasga. Ese tipo de bares, los de rompe y rasga, son tan impredecib­les como la vida misma. Nunca sabe uno lo que en ellos va a pasar. Puede ser que no suceda nada, y puede ser que suceda todo, hasta lo que no debe suceder. Con buenos amigos bebía yo mi tequila cuando de pronto un hombre joven se acercó a la mesa, se plantó frente a mí y luego, con sonorosa voz, pronunció estas palabras: “El corazón tiene razones que la razón no conoce”. Confieso que me sobresalté. ¡Tantas cosas pueden venir después de una declaració­n así! Pero quien me dijo eso me tranquiliz­ó en seguida: “Fui su alumno en el Ateneo Fuente, y usted nos enseñó esa frase de Pascal”. Hoy es el Día del Maestro. Yo empecé a serlo a los 17 años. Las monjitas del Colegio Plancarte, en mi ciudad, Saltillo, le pidieron al Obispo de la diócesis que les recomendar­a a un maestro de Español, y el prelado mencionó mi nombre. Todavía no sé por qué lo hizo, pues yo no era iglesiero. Parece que una vez me oyó recitar “Los Motivos del Lobo”, de Darío, en el salón de actos del templo de San Juan Nepomuceno, y eso lo movió a recomendar­me. Qué bueno que no me oyó decir los tremebundo­s versos de Pichorra —me los sabía todos de memoria—, ni las desaforada­s cosas de Rivas Larrauri o Antonio Plaza. Muy otro habría sido mi destino. Cuando las madres del colegio vieron al recomendad­o de Su Excelencia por poco les da un síncope. Tenía yo casi la misma edad de quienes iban a ser mis alumnas. Apechugaro­n, sin embargo, por respeto al señor (con minúscula, claro; no habría aspirado yo a otra más alta recomendac­ión). El primer día de clases me presenté muy temprano en el colegio. Una religiosa me llevó a la dirección y se puso a arreglar papeles mientras llegaba la hora de conducirme al aula. En las paredes había estampas con diversas advocacion­es de la Virgen: la de Guadalupe, claro; la de la Luz; la del Socorro; la de Fátima, que entonces estaba muy de moda, etcétera. Al frente había una que no reconocí. Le pregunté a la sor: “¿Qué Virgen es ésta?”. Me contestó: “Ésa no es Virgen. Es la madre superiora”. Tan angelical era la monjita que ni siquiera se dio cuenta de la sonrisa que no pude ocultar. Aquel mi primer año de maestro fue la gloria. Mis alumnas, a más de ser muy lindas, eran muy estudiosas, con frecuencia me ponían en apuros con sus preguntas. A veces discutíamo­s sobre alguna cuestión, y entonces la bondadosa madre Virginia, titular del grupo, que no salía del salón y se ponía a tejer mientras yo daba la clase, intervenía maternalme­nte: “Mejor pasen a otro tema”. A muchos temas he pasado desde entonces, pero jamás olvido a aquel mi primer grupo. Tampoco podré olvidar al último, éste de la Facultad de Ciencias de la Comunicaci­ón de la Universida­d de Coahuila, escuela que yo mismo fundé varias décadas después. Cuando acabé de dar la clase final del año el grupo entero se puso en pie y me aplaudió. Al salir del aula una muchachita me dijo con lágrimas en los ojos: “No nos vaya a olvidar, maestro. Nosotros nunca nos olvidaremo­s de usted”. Entonces oí música como de película. Me dije: “Éste es el momento perfecto para acabar mi carrera de profesor”. Y ese día me retiré de las aulas. No las extraño: las conferenci­as que doy me curan la nostalgia. La verdad es que nunca he dejado de ser maestro. Ese oficio —el de profesor— es uno de los muchos cuyo nombre empieza con la letra pe: poeta, predicador, político, payaso, periodista, el de las cuatro letras, que jamás se pueden abandonar del todo. Seré maestro hasta el último día de mi vida. Y si en la otra hay una escuela iré a ella con mi libreta y mi gis de profesor…fin.

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