Vanguardia

Una Dalia en el recuerdo

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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Se decía que Héctor estaba enamorado de Dalia.

Se decía que era imposible que Héctor estuviera enamorado de Dalia. Muchas cosas se decían... El caso es que cuando Héctor González Morales fundó el primer grupo formal de teatro que hubo aquí en Saltillo lo llamó Grupo de Teatro Experiment­al Dalia Íñiguez. Dalia era una hermosa mujer. Nacida en Cuba, en 1911, vino a México en 1944, y ya se quedó aquí. Era actriz, pero era además -y sobre todo- gran declamador­a. Entonces todavía estaba de moda el arte de la declamació­n. Bertha Singerman, legendaria recitadora a quien se considerab­a la encarnació­n americana de Sarah Bernhardt, recorría aún los escenarios. Todas las declamador­as imitaban sus desmayos; su mirada desvaída; sus ademanes lánguidos… Dalia Íñiguez no. Ella traía el fuego y la alegría de Cuba, y recitaba con pasión. Tenía una voz rica en matices; poseía un cuerpo de armoniosas proporcion­es, y su rostro era muy bello. Si quieres conocer a Dalia Íñiguez como era en aquellos años -los cuarentas y cincuentas del pasado siglo- busca las películas “Quinto patio”, “El ropavejero” o “Mamá nos quita los novios”. Ahí luce muy bien.

Yo era niño aún cuando la oí declamar en el salón de actos de la Sociedad Manuel Acuña. Me impresionó mucho, lo recuerdo, su versión del Nocturno a Rosario. Dijo el poema de Acuña sin hacer un solo ademán; en cuarto de perfil; caídos los brazos; la expresión perdida; monótona la voz. Dijo el Nocturno como lo que el Nocturno es: el último mensaje de un hombre desdichado que se va a suicidar.

Ahora regreso a estos días. Hace un par de semanas asistí a un encuentro de poetas en la Ciudad de México al que me invitan cada año-¡poeta yo, háganme ustedes el favor!-, y tuve toda una mañana para mí. La pasé caminando por el centro histórico de la hermosa Capital. Fui, claro, a la calle de Donceles, donde hay insignes librerías de viejo. En una de ellas compré un antiguo libro de anticuado nombre: se llama “Versos románticos”.

En él hallé el precioso “Soneto del dulce nombre”, de Francisco Luis Bernárdez: “Si el mar que por el mundo se derrama / tuviera tanto amor como agua fría, / se llamaría por amor ‘María’, / y no tan sólo mar como se llama...”. En él hallé estos sonoros versos de José Ángel Buesa: “... Es tan bella, Señor, y es tan suave y tan clara / que sería un pecado mayor si no la amara. / Y por eso perdóname, Señor, porque es tan bella / que Tú, que hiciste el agua, y la flor, y la estrella, / Tú, que oyes el lamento de este dolor sin nombre, / ¡Tú también la amarías si pudieras ser hombre!”. Esos son versos, no pendejadas, con perdón por el vocablo.

Pero lo mejor que encontré en ese libro fueron versos de amor escritos por Dalia Íñiguez y Héctor González Morales. ¿Cómo fueron a dar sus poemas a las páginas de este volumen editado para uso del más popular pueblo? No lo sé. Pero me conmovió ver ahí los nombres de esta mujer y este hombre que se amaron. Como hermana y hermano, pero se amaron.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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