FUEGO EN LA ORINA
¿Qué tienen que ver la orina y las mujeres con el nacimiento del sindicalismo?
Como buen alquimista del siglo XVII, Hennig Brandt estaba en busca de la llamada ‘piedra filosofal’, cuando se topó con el fósforo. En 1669, este alquimista alemán quería saber qué era lo que había en la orina de las personas, así que la juntó en grandes cantidades, la metió en enormes ollas y la hirvió hasta que espesó.
Luego añadió carbón triturado y volvió a calentar la mezcla, esta vez a muy altas temperaturas. El resultado fue un extraño líquido luminoso que ardía ferozmente cuando entraba en contacto con el aire, pero que se podía conservar en agua, donde mostraba un brillo más tenue.
El material fue llamado ‘fósforo’ —del griego phos, que significa luz, y forein, que significa extraño, desconocido (‘una luz que sorprende’). Todos los alquimistas y protoquímicos de Europa trataron en vano de copiar el procedimiento de Brandt para obtener el fósforo. Pero no lo lograron.
De hecho, fue el propio Brandt quien finalmente, en un momento de descuido cuando alardeaba de sus conocimientos en un bar de Londres, al calor de las copas, reveló el secreto, que se esparció rápidamente entre sus colegas y competidores. Esta fue, en términos simples, la receta que Brandt divulgó a sus oyentes: “hierva una buena cantidad de orina fresca de tomadores de cerveza hasta que tenga la consistencia de la miel...”. Esas eran las instrucciones para hacer el fósforo en el siglo XVII.
UN ELEMENTO INDISPENSABLE
El hecho de que en aquellos tiempos el fósforo fuera tan inflamable, lo convertía en un instrumento apropiado e indispensable para encender el fuego en las estufas y prender las veladoras. Y, cuando en el siglo XIX, dos empresarios británicos —el químico Arthur Albright y el comerciante John Edward Wilson— desarrollaron un proceso para extraer fósforo de huesos de animales, no fue difícil incorporarlo a la vida cotidiana de la gente. “Los cerillos (como los
llamamos en México), no suenan como una industria clave, pero en esa época no podías calentar la comida ni el agua, ni prender una veladora ni una lámpara de kerosene sin cerillos.
“Por eso cuando se inventaron los cerillos, los había en todas partes, de hecho se vendían en todas las esquinas de ciudades y pueblos”, cuenta Louise Raw, historiadora social y autora de ‘Striking a
light’ (La huelga de la luz).
El problema era que los cerillos del siglo XIX contenían una pequeña cantidad de fósforo blanco. Y fue eso lo que encendió una ahora legendaria disputa industrial protagonizada por las empleadas de una fábrica de cerillos londinense.
Y lo más importante, esa disputa llevó a una huelga de mujeres que sentó las bases del movimiento sindical a nivel global.