Vanguardia

Las entrañas de la cebra

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Lo topé sólo una vez: era un tipo bajito y moreno, fuerte como un jabalí. Su cara parecía una piña seca de ojitos marrones y mechones pardos que le escurrían por la frente. Vestía mezclilla ya vieja y sus botas de casco lo revelaban fiel al punk. Le decían el Varo. El Varo llegó a la fiesta de la mano de una rubia alta en minifalda que presumía unos muslos capaces de romperle el cuello a un toro, que de inmediato resplandec­ió; la miré de arriba abajo y, bueno, sí: toda ella era un pedazo de carne firme.

Aunque había mucha gente en la reunión y no todos se conocían, al Varo le ofrecieron un trago de vodka apenas entrando y le sirvieron otro mientras saludaba a los mugrosos recargados en la puerta de la cocina. Pareció ponerse de acuerdo con algunos de ellos y no tardó mucho en salir con envases de cerveza en las manos, mientras a la grandota le hacía la seña de que volvería enseguida.

La rubia quedó sola, pero no por mucho: una chica se acercó a saludarla, platicaron un poco y pronto un tipo se les unió; y luego se les sumó otro y otro más. “You Can Leave Your Hat On” sonó en las bocinas y la novia del Varo se contoneó por reflejo; y se movía bien: le miré los muslos contrayénd­ose con fuerza y en verdad lucían sólidos. Terminó la canción y todos los hombres le suplicamos en coro que bailara la siguiente. Divertida, la chica le dio un sorbo al trago de alguien y siguió con el juego. Al fin uno de los tipos se animó a tomarla de la cintura, otro se le arrimó por detrás y ella aceptó.

Los cocodrilos comenzaron a retorcerse con las entrañas de la cebra.

El chico de la casa me tocó el hombro a medio espectácul­o: —¿Me prestas unos discos? Ya no la vi, pero la rubia comenzaba a bailar su tercera canción consecutiv­a cuando salí al coche. Bajé las escaleras sin mucha prisa y en la puerta del edificio me topé de frente con el Varo: venía de regreso con sus amigos y dos docenas de Victorias. Me sonreí. Caminé media cuadra, llegué al auto y subí del lado del copiloto. Bajé un poco la ventanilla y encendí un cigarro. Y apenas comenzaba a escoger los discos que arriesgarí­a en la fiesta, cuando escuché un recargón en la cajuela. Miré por el retrovisor y reconocí al Varo: tenía sujeta a su chica por la garganta.

—¿Para eso te saco, cabrona? — gritó y amagó con un golpe.

La rubia, que apenas si jalaba aire, se cubrió el rostro por reflejo, pero las manazas de plomo que cargaba el Varo hubieran podido atravesar la guardia en bloque de Joe Frazier: le dio dos o tres golpes, en corto, con el puño. —¡Te encanta andar de puta! De alguna forma la chica se soltó e intentó escapar, pero el Varo la detuvo justo en mi puerta y la golpeó en la cara, de lleno, con la mano abierta: su rostro se estrelló contra mi ventana y calló de rodillas delante de él.

—Ahora me la voy a sacar y me la vas a mamar con toda esa baba llena de mocos, ¿entendiste? —dijo y comenzó a desbraguet­arse.

La chica lloraba, hincada, mirando al piso.

—¿Entendiste? —repitió el Varo, ya con la verga de fuera. La chica comenzó con lo suyo. Y allí estaba yo, agazapado en mi auto, mientras sometían a un bombón de rodillas sangrantes y al chico de la fiesta se le habían acabado los discos.

Por hacer tiempo le jalé al cigarro y la bocanada de humo me delató.

El Varo me miró a través de la ventana y me reconoció.

—¡Trágatelos! —le gritó a la chica y cerró los ojos. Carajo. Aquello tardó sólo un momento: el Varo se abrochó el cinturón y levantó a la chica de un tirón.

—Camina, putita, que la fiesta sigue...

El dragón abrió la puerta del coche y vio la música sobre mis piernas. —¿Te ayudo con los discos? —Nel. —¿Qué cargas? —Glam, punk, algo de brit… —¿Traes a Los Stone Roses? —Desde luego… —¿Te sientes Ian Brown con esa melena?

—Bueno, tú te sientes Denis Hooper con esas manos.

—¡Camina! —gritó y empujó a su chica.

Nunca supe de qué manera sacó a la rubia de la fiesta, pero la música estaba detenida y los pocos murmullos se apagaron en cuanto entramos al departamen­to. Nadie dijo nada. Los cocodrilos se sumergiero­n hasta el fondo de la fiesta.

Le entregué mi carpeta de discos al chico de la casa y hasta que sonó “Rebel Rebel” aquello pareció resucitar.

Alguien le destapó una caguama al Varo y el asunto de su chica pareció olvidado: aquella rubia hermosa, de piernas gruesas y ojos hinchados, sumisa, aceptó medio vaso de cerveza entre sus dedos y no volví a escuchar su voz en toda la noche.

La fiesta transcurri­ó más o menos sin incidentes, pero luego de un rato, ya con ojos de briago, el Varo se me acercó con un frasco en la mano: su chica lo seguía como si la jalará de una correa.

Me ofreció un trago de ginebra barata y lo acepté.

—“Personalit­y Crisis” —dijo el Varo, moviendo de un lado a otro los mechones que apenas lo dejaban mirar. —Es buena canción —respondí. —¿Tienes algún problema con la forma en que trato a mi chica? — preguntó y señaló a la rubia con el mentón. —Ninguno. —¿Crees que estuvo mal? —Creo que se lo merecía —dije. —¿Quieres un toque? Fuimos a la cocina y sus amigos ya corrían la yerba: discutían sobre Marx y citaban a Kierkegaar­d en danés y afirmaban nuestra condición de mortales y negaban a Dios y reivindica­ban Chiapas, mientras encendían Delicados que también corrían. Aquello comenzaba a debrayar. Cerca del final me presentaro­n a una anoréxica que estudiaba Psicología. Y quise salir de allí en paz, con la flaca y mis discos, pero antes el Varo me taloneó cien pesos y de alguna manera logró que le prestara mi disco de Los Stone Roses.

Un par de semanas después, saliendo del Metro Hidalgo, me encontré al chico de la fiesta y le pregunté por el Varo: los cien pesos estaban perdidos, pero quería recuperar el disco.

Así me enteré de que el Varo había muerto afuera de una vinatería. Le bajaron la botella de Añejo: cuatro puñaladas en canal y mucha piedra en el organismo. Dicen que hubiera podido llegar a Xoco, pero los chicos del ERUM ya no lo quisieron recoger. Anochecía y hacía frío. Caminé sobre Guerrero hasta Puente de Alvarado, y entré al Mirador. Me recargué en la barra, a solas, y ordené un whisky.

Aquel disco era una primera edición de Los Stone Roses: nunca pude conseguirl­o de nuevo.

 ??  ?? Este cuento es una obra de ficción que narra situacione­s de violencia y usa lenguaje explícito, fue publicado en el libro Doble, derecho, en old fashion. Agradecemo­s a la editorial Librosampl­eados por el permiso para reproducir­lo.
Este cuento es una obra de ficción que narra situacione­s de violencia y usa lenguaje explícito, fue publicado en el libro Doble, derecho, en old fashion. Agradecemo­s a la editorial Librosampl­eados por el permiso para reproducir­lo.

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