ENRIQUE Y MEGHAN
WINDSOR Y TODO EL REINO UNIDO SE ENTREGA A LA CELEBRACION DE LOS DUQUES DE SUSSEX modernizan la monarquía
WINDSOR.- Al mediodía de este sábado, con un sol radiante iluminando el blanco de su impresionante vestido, diseñado por la británica Clare Waight Keller para Givenchy, Meghan Markle, de 36 años, culminaba una semana de sobresaltos emocionales y entraba en la capilla de san Jorge del castillo de Windsor sola. A la princesa americana, con una larga trayectoria de activismo por la igualdad de género, no la entregó nadie. Ahí estaba el primer mensaje del día.
Confirmada el jueves la ausencia de su padre, convaleciente tras una operación de corazón al otro lado del atlántico, diez damas de honor y pajes, entre ellos sus sobrinos Jorge y Carlota, tercero y cuarta en la sucesión al trono de Reino Unido, siguieron a la ya exactriz en su camino a interpretar el papel de su vida: el de su alteza real la duquesa de Sussex, el título que la reina Isabel II otorgó a su nieto y a su ya esposa.
La boda del príncipe Enrique -de 33 años, sexto en el orden de sucesión, el menor de los hijos del heredero al trono y la fallecida Diana de Gales- con la popular estadounidense ha supuesto la culminación del proceso de modernización de la monarquía británica que tan magistralmente llevan años orquestando los nietos de la reina Isabel II. La escenificación de la renovación ha tenido lugar, significativamente, en la capilla del siglo 15 del castillo de Windsor, elemento clave en la liturgia de la casa real británica, que toma de él su nombre.
El aire fresco entró a raudales este mediodía en una institución que vive una época dorada, en un momento de incertidumbre para un país tocado, económica, política y moralmente por el Brexit. Hoy en Windsor se casaron dos mundos. La boda, seguida en televisión por una audiencia global de millones, retrató a una monarquía más inclusiva y conectada con un Reino Unido multicultural. Aportó un saludable toque de luz en un país que se volcó en la celebración. Metió al sueño americano en el territorio del privilegio y lo hizo, como en los cuentos de Disney, a bordo de una carroza dorada.
A mitad del pasillo de la capilla, en el coro, esperaba a Markle el que iba a convertirse minutos después en su suegro, el príncipe de Gales, para acompañarla, que no entregarla, a la vera de su hijo el príncipe Enrique. Ataviado con su uniforme de gala militar, Enrique aguardaba al lado de su hermano a su prometida, con una sonrisa de emoción nerviosa. Markle y Carlos alcanzaron una particular cercanía durante los últimos meses, aseguran fuentes de Palacio, y fue la propia novia la que pidió a su futuro suegro que la acompañara al altar, tras constatar, después de días de rumores y noticias contradictorias, que su padre no acudiría.
Proyectada en las pantallas gigantes colocadas en las afueras del castillo, la sonrisa de Enrique, el otrora príncipe rebelde convertido en uno de los miembros de la realeza más queridos, desató una ovación en las calles de Windsor. No menos vítores suscitaba la recurrente imagen de la madre de Markle, Doria Ragland, 61 años, afroamericana, instructora de yoga y trabajadora social, sola en su banco secándose las lágrimas de emoción. Ragland, descendiente de esclavos, se sentó enfrente de la reina.
“Estás impresionante, absolutamente maravillosa”, le dijo Enrique a Meghan, según los lectores de labios de los tabloides. La multitud, congregada junto a las vallas que delimitan el camino que los recién casados recorrerían poco después en carroza, agitaba Union Jacks y banderas estadounidenses, unas al lado de otras, en honor al novio británico y la novia californiana.
Windsor era ayer una fiesta. Los trenes derramaban ríos de gente, llegados de todos los rincones del país, desde primera hora de la mañana. Banderitas, camisetas, personajes con disfraces que buscaban su minuto de gloria inmortalizado por televisiones de todo el mundo. Una boda real más. Todo era igual. Pero también todo era distinto.
Tres pastores anglicanos se repartieron el trabajo en la capilla. La ceremonia tradicional la condujo el deán de Windsor David Conner. El arzobispo de Canterbury, Justin Welby, ofició los votos matrimoniales. Y Michael Curry, de Chicago, el primer obispo afroamericano en lo más alto de la iglesia Episcopal, fue el encargado de subrayar la re- lación trasatlántica.
El reverendo Curry se convirtió en una estrella inesperada de la ceremonia. Si alguien tenía alguna duda de que la boda de Enrique y Markle iba a ser diferente, Curry la despejó, con un larguísimo sermón donde citó al reverendo Martin Luther King y celebró el amor, cuando menos, con insistencia. Leyó de una tablet y mencionó, esto sí que por primera vez en una boda real, a Facebook e Instagram. Su apasionada gesticulación contrastaba con la tradicional sobriedad británica, provocando aplausos y risas entre la multitud que seguía la ceremonia en las pantallas gigantes, y que interpretaba la cara inexpresiva de Isabel II en los primeros planos como un signo de perplejidad. La canción "Stand by Me" siguió al sermón de Curry. El coro de góspel y la contundente voz del predicador negro retumbaron en las milenarias piedras del castillo.
Como estaba previsto, Meghan Markle, no juró “obedecer” al príncipe. Ambos, en cambio, se juraron “amar, consolar, honrar y proteger” mutuamente.
Los invitados empezaron a llegar hacia las 10 de la mañana. La popular presentadora de televisión norteamericana Oprah Winfrey, la tenista Serena Williams, Elton John y su marido, David Furnish; David y Victoria Beckham y George y Amal Clooney, fueron algunos de los que más aplausos levantaron entre la multitud. Tras la ceremonia, la pareja de recién casados empezó un recorrido en carroza por las calles de Windsor.