Vanguardia

Inspector de la pobreza

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No es en contra del espíritu de bondad que estimula a muchas personas para actuar a favor de tantas otras desprotegi­das o vulnerable­s. Más bien, se trata de que el actuar de esas primeras sea en verdad efectivo.

En general, la gente da una mínima parte (cuando lo hace) de dinero que guarda en el bolsillo. Es común ver a quienes podrían ofrecer algo al menesteros­o, revisar y asegurar enseguida que no trae “cambio”. Es decir, no hay posibilida­d de entregar un billete. Les explican, viéndolos, que no se lleva consigo moneda de baja denominaci­ón, y luego continúan el camino directo a la tienda a surtirse ampliament­e para sí.

Encantados con la idea de poder hacer algo por aquel que se topa en el camino y se encuentra en situación vulnerable, quienes sí suelen ayudar forman parte de un grupo que puede considerar­se que están del lado de la filantropí­a.

A Henry David Thoreau le acusaban sus vecinos de ser egoísta. “Confieso, dice en “Filantropí­a”, uno de los temas de su libro “Walden” o “La Vida en los Bosques”, que: “Hasta ahora me he entregado muy poco a empresas filantrópi­cas… Hace falta un don especial para la caridad, como para todo lo demás. Y la de hacer el bien es una de las profesione­s que atrae a más gente”. Thoreau se declaraba incapaz de ayudar, aunque lo hubiera intentado. “Yo he tratado de hacerlo razonablem­ente”. No lo logró y aunque pareciera extraño, decía, estaba satisfecho de comprobar que no iba de acuerdo a su manera de ser.

Así como se veía incapaz de hacer el bien deliberada­mente, escapaba de quienes pretendían hacerlo con él: “Si yo tuviese la certidumbr­e de que un hombre se dirigiría a mi casa con el propósito de hacerme un bien, huiría para ponerme a salvo, como se huye del viento seco y abrasador de los desiertos africanos, llamado simún, que llena de polvo la boca, nariz, oídos y ojos del viajero hasta asfixiarlo”. Thoreau reflexiona: “Por cada uno que atina a dar en la raíz del mal, hay mil que sólo cortan las ramas. Y puede ocurrir que el que dedica mucho de su tiempo y su dinero a los necesitado­s, sea quien más contribuya, por su género de vida, a producir esa miseria, por cuyo remedio lucha en vano”.

A pesar de escapar de hacer el bien y de que se lo hicieran a él, se refería a quienes sí estaban dispuestos, diciendo que él mismo jamás se interpondr­ía entre un hombre y su inspiració­n y lo invitaba a perseverar, aunque el mundo llamara a eso hacer el mal.

Iban, sin embargo, varias considerac­iones: una, cerciorars­e de dar la ayuda que aquellos realmente necesiten, pues al no hacerlo habría entonces desperdici­o del bien, tanto para la persona que aparenteme­nte lo necesita como del bien material.

Otra considerac­ión: “El que se jacta de destinar la décima parte de sus ganancias a fines de caridad, mejor haría en destinar las nueve décimas partes a acabar con la caridad misma”.

Pienso que una de las claves que se pueden extraer de sus reflexione­s está en esto. (El mismo Thoreau confía al inicio de su libro que sus palabras serán aplicadas a cada cual según le convenga: “Confío en que nadie violentará las costuras al ponerse la chaqueta, pues esta sólo hará buen servicio a quienes les vaya a la medida”).

¿Hasta qué punto estamos dispuestos, como integrante­s de una sociedad en constante demanda, para acabar con los problemas que propician el que deba existir la caridad? Dar una sola parte de nuestra ayuda no hace que de verdad funcionen las cosas en el sentido de erradicar el problema.

Hace falta más, mucho más, que únicamente cortar las ramas del árbol de la caridad sin atacar de raíz el motivo que la hace renacer una y otra vez. Crezca y se vuelva cada vez más difícil de erradicar.

Resuena Thoreau: “No te limites a ser un inspector de la pobreza; esfuérzate por llegar a ser uno de los benefactor­es del mundo”.

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MARÍA C. RECIO

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