Café Montaigne 64
Muerto Roth, ya no hay casi héroes a quien leer. Ya murieron Saul Bellow, John Updike, Bernard Malamud, Norman Mailer, Tom Wolfe.
Afilado. En sus últimos días sobre la tierra, ya retirado de su batalla cotidiana con la página en blanco, el escritor norteamericano Philip Roth (1933-2018) lucía un rostro afilado, con surcos y arrugas mostrando las huellas de la vida misma. Una vida que exploró como pocos narradores, en sus novelas, cuentos y ensayos los cuales le valieron ser el eterno aspirante al Nobel de Literatura. “Se fue sin el Nobel”, me comentó el abogado Gerardo Blanco Guerra. Roth ya no lo necesita, nunca lo necesitó. Ahora ya es eterno con su muerte. Aunque muerto literariamente ya estaba desde el año 2012, cuando decidió dejar de escribir y se puso a leer y releer. Tanto su obra como la de sus pares en el mundo. De hecho, uno de sus mejores libros a mi juicio es “El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras”, una verdadera joya a mata caballo entre el ensayo, el periodismo, la estampa y la narrativa.
Murió a los 85 años. Suficientes para dejar una obra cincelada a fuego en la epidermis de los norteamericanos (su obra exploró las pasiones, resortes ocultos, como el sexo, y midió el pulso de una sociedad gringa, tan ambigua como puritana y desmemoriada en su moral de confesionario) especialmente, y del mundo en general. Muerto Roth, ya no hay casi héroes a quien leer. Ya murieron Saul Bellow, John Updike, Bernard Malamud, Norman Mailer, Tom Wolfe… esos norteamericanos con estatura de gigantes. Roth pertenecía a esta jauría, a esta camada de lobos de las letras los cuales lo engulleron todo a su paso. Recibió en vida el reconocimiento no sólo de sus pares intelectuales sino los galardones más importantes del mundo editorial, incluyendo el Príncipe de Asturias ibérico.
Publicó 31 libros. Los más emblemáticos, usted lo sabe, son los siguientes: “El lamento de Portnoy”, “Pastoral americana”, “Me casé con un comunista”, “La mancha humana” y, en sus últimos pinchazos sobre su ordenador personal, “El animal moribundo”. Esta última en el año 2001. “El sexo es una de las herramientas necesarias para engañar a la muerte”, declaró en su momento el narrador. Y lo anterior, y no otra cosa, fue el hilo conductor en los últimos trabajos de Roth: la exploración de la sexualidad en la vejez, en la etapa final del ser humano. Tanto “La mancha humana” como “El animal moribundo” son obras emparentadas: los protagonistas son hombres en el crepúsculo de la vida, acompañados y perdidos en brazos de adolescentes y mujeres en plenitud de edad, alambicadas y pecadoras. Aquí no importa la comunicación, los valores afines o la apuesta por el futuro (la vejez obliga a no medir el futuro), importa sólo la sexualidad y su práctica en las últimas fuerzas de la vejez afásica. Este tema siempre estará de moda, por lo demás.
ESQUINA-BAJAN
¿Cuál es el planeamiento de Roth? En el verano de 1998 el pene y el puro de Bill Clinton, así como el vestido manchado de Monica Lewinsky, estaban en la cabeza de todo Estados Unidos. En este clima de mojigatería colectiva a Coleman Silk, un judío de 71 años y exdecano de la Universidad, no se le ocurre otra cosa la cual fue enredarse con Faunia Farley, de 34 años, una mujer analfabeta la cual se encarga de la limpieza en su antigua universidad. La polémica no es algo nueva para el protagonista: dos años atrás se vio forzado a dejar las aulas por llamar “humo negro” –spooks en el original– a dos estudiantes negros de los cuales nunca había tenido noticia.
Pero esto es el tejido y trama aparente de la novela. La urdimbre está delicadamente hilada, con una estructura la cual va más allá de la anécdota trivial y facilona. El entomólogo Philip Roth explora la decadencia norteamericana, afila su escalpelo y disecciona el clima de mojigatería en la época del entonces joven presidente demócrata, Bill Clinton, las consecuencias siempre funestas y eternas de la guerra de Vietnam, los años de Mccarthy y la podredumbre y desintegración de la sociedad estadounidense, la cual se agilizó por méritos propios en el siglo 20.
En una entrevista, en aquellos años de su novela, espetó: “trabajo muy duro para darme cuenta de si puedo llegar a resolver los problemas que me planteo como escritor. Me veo como un carpintero que hace sillas. Lo que me importa son las sillas, no si la gente llega a sentarse en ellas. No me importa porque los libros que hay que tomar en serio se desintegran en el 99.9 por ciento de la población en mi país. La literatura en Estados Unidos está muriendo, pero no me interesa; soy un hombre solitario y lo he aceptado con agrado. Tampoco me quejo porque necesito la soledad para trabajar, de hecho no conozco mayor placer que la concentración profunda”. Y esta soledad, esta creación sonora lo va a llevar a viajar a medio mundo atrás de sus colegas (Milan Kundera, Primo Levi, Saul Bellow…) para dialogar y cambiar impresiones de la vida, siempre en mutación de ellos. Y con ellos, nosotros mismos.
LETRAS MINÚSCULAS
Se fue sin el Nobel, dijo Gerardo Blanco. No lo necesitaba en vida. Menos ahora, unido a la eternidad.