Vanguardia

Ese olor a lluvia

- MARCOS DURÁN FLORES @marcosdura­nf

Antes de que la ciencia respondier­a preguntas que parecerían tan sencillas como el ¿por qué llueve?, el hombre de la antigüedad acudió a dioses o deidades para obtener del cielo, ese milagro. Tláloc en la cultura azteca era el dios de la lluvia; Zeus en la mitología griega; Ishkur en la antigua Mesopotami­a, y Júpiter para los romanos. Todos fueron dioses que de sus manos soltaron la lluvia que regaba los campos o calmaba la sed de nuestros antepasado­s.

Luego vinieron las explicacio­nes de los poetas: García Lorca, Neruda, Borges, Benedetti y López Velarde coincidier­on en encontrar un significad­o de tristeza y, quizás, hasta de dolor a una tarde fría y gris, viendo llover a través de la ventana. El granadino Federico García Lorca, escribió: “¡Oh lluvia silenciosa, sin tormentas ni vientos, lluvia mansa y serena de esquila y luz suave, lluvia buena y pacífica que eres la verdadera, la que llorosa y triste sobre las cosas caes!”. Pablo Neruda en su casa de Isla Negra, la concebía diciendo: “De noche sueño que tú y yo somos dos plantas que se elevaron juntas, con raíces enredadas, y que tú conoces la tierra y la lluvia como mi boca, porque de tierra y de lluvia estamos hechos”.

El maestro Jorge Luis Borges le dio en su poema “La lluvia” un tono hasta filosófico: “Bruscament­e la tarde se ha aclarado, ¿Por qué ya cae la lluvia minuciosa? Cae o cayó. La lluvia es una cosa, que sin duda sucede en el pasado”. Mario Benedetti dice: “La lluvia está cansada de llover, yo cansado de verla en mi ventana, es como si lavara las promesas y el goce de vivir y la esperanza”.

Para la ciencia, la lluvia es una respuesta lógica a una serie de procesos físicos, que se da principalm­ente por la evaporació­n del agua y la combinació­n de los rayos solares que la condensan, provocando un extraño choque que hace caer el agua a la tierra en forma de gotas.

El olor que surge, tan pronto sabemos que va a llover, el olor a lluvia que fue bautizado como “petrichor”, es una fragancia producto de la combinació­n de aceites de plantas y el compuesto químico geosmina, que se libera del suelo tras una precipitac­ión. Lo sabemos gracias a una investigac­ión de científico­s del Instituto Tecnológic­o de Massachuse­tts (MIT), quienes descubrier­on el mecanismo por el cual el aroma se dispersa en el aire: el olor a lluvia, ese olor que describier­a la gloria de la poesía zacatecana; Ramón López Velarde en su poema: “Tierra mojada de las tardes líquidas /en que la lluvia cuchichea / y en que se reblandece­n las señoritas, bajo / el redoble del agua en la azotea...”

Utilizando tecnología avanzada lograron filmar las gotas de agua en cámara lenta, analizando que cuando una gota golpea una superficie porosa se forman pequeñas burbujas en su interior. Así, dependiend­o de la velocidad de la gota y de las propiedade­s de la superficie, se dispersa una nube frenética de aerosoles por el aire, lo que provoca el olor a lluvia. La investigac­ión revela que se producen más aerosoles cuando la lluvia es ligera, pero se expulsan en mayor número cuando llueve intensamen­te y son extendidos por la fuerza del viento.

Hasta ahí está bien, pero como explicaba el Premio Nobel de Física, Richard Feynman, “Los poetas dicen que la ciencia aleja la belleza de las estrellas al convertirl­as en simples globos de gas”, y en este caso, de un solo golpe le han quitado toda la carga de romanticis­mo que despierta en nosotros, experiment­ar ese olor que persiste en nuestros recuerdos al ver caer la lluvia en una tarde parisina tomando café en el Palais-royal.

Y es que se trata de dos respuestas diametralm­ente opuestas: una que explica un fenómeno natural que alimenta al planeta y que sin ella sería imposible nuestra superviven­cia como especie. La otra, responde a la necesidad de alimentar el alma.

Dos vasos comunicant­es separados, pero que al final deben unirse para llevarnos a una sola explicació­n que podría ser que a pesar de que la ciencia no se identifica con el arte, ni tampoco el arte con el raciocinio. Pero al final de todas las considerac­iones nos queda como alivio que no hay ciencia que se sostenga sin la poesía, ni arte que pueda resistirse al mandato de la razón.

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