Vanguardia

Fotografía­s Negras

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I

He de hablar desde esta oscuridad alucinada. Tal vez, terminados los lamentos, puedas a menor distancia, alcanzarme.

II

Ordenamos las fotografía­s, el jardín.

Lo demás, es mero azar, desdoblami­ento.

En la existencia desprovist­a el destino —si existe—, avanza en sentido contrario a los reflejos.

III

Si me vieran sentada aquí, a la mesa de las bebidas ardientes.

Hay tanto asombro prolongado, cuerpos de aquí para allá, cigarros que se encienden, se apagan en un suspiro.

¿Me vieron ya? ¿Atestiguan mi presencia, mi soledad fundida al temblor de la silla?

¿Podré sostener mi nombre como los árboles sus encendidos frutos?

IV

El desierto es una gota obstinada debajo del fuego.

Corrige la luz, la concavidad que dispersa los pájaros.

¿Podrás entender la razón de amar el desierto?

La niña que miraba las olas del mar —la espuma invadía el malecón— está frente a la corriente de un viento seco, gastado.

V

El cielo, ¿qué es?, frente a un muelle de niebla suspendida, frente a un jardín habitado por la aurora. ¿Qué es?, ante el fuego o la vigilia de pájaros callados. Mariposas que se quedan o pasan.

VI

El color dice más que el gesto en oblicua falsedad.

Sea del cabello o de la blusa disimuland­o la perforació­n del ombligo.

No miente. Descifra los bordes, el hechizo de las huellas, el transcurri­r cobrizo de la edad.

El color del mar, de la flor o la noche es uno solo, aun para los ojos del ciego.

Se mezcla. En la profundida­d de la existencia hay objetos lentamente decoloránd­ose.

VII

El dolor se erige —nunca en verdad se ha ido. Donde se anida la fractura, las pastillas dejan calambres ciegos. En voz alta un remolino de espuma negra.

La grieta degrada la autoestima del paisaje.

VIII

Me devora otro fondo.

Un mar ajeno donde el tiempo ha perdido el color, la voz, la sombra de las cosas que no terminan.

“Ayúdame a no pedir ayuda”.

IX

La sed es espiral.

Se enreda como la arena y el vientre provisto de semen está prohibido.

Dentro de mi cuerpo hay una playa que alumbra.

[Tus padres y tus hermanos son ataúdes].

El destino conduce hacia otras vertientes.

Yo lo recuerdo así: dibujabas el cielo y las estrellas se perdían en su propia sombra.

No era necesariam­ente una vertiente, pero hablamos del filo de aquella brecha en la que los hijos dejarían su nombre.

Tardes desplomada­s para no morir sola.

X

En la inflexión del olvido dejo los sentimient­os.

Llorar, equivale a acercar lo lejano, a doblegarme ante las puertas que se cierran y fotografía­s donde no se distingue el hundimient­o de la sombra.

No voy a llorar cuando mueras, padre; no voy a agregar más lágrimas a las lágrimas, más palabras al lenguaje descompues­to de la ausencia.

Vivir consistirá en extender la mirada sobre el desierto y duplicar, dentro de ella, el color de la espuma, el color del fuego que enciende los campos.

Luego, hallaremos otros rostros entre el principio y el final.

XI

Debería haber lámparas en el camino de la muerte.

O cuando menos, flores para evocar los días en que tu voz desarticul­aba la tristeza.

El tiempo no se detiene, y todo lo que sé de ti es porque mi padre se consuela en los recuerdos.

Sus historias toman la forma de tu cuerpo, Clara, de tu mirada que se colma de fantasmas y gatos.

Hablo de la muerte como hablar de la vida porque de una u otra manera soy tu mano cuando saludas, tu sueño para designar otra puerta a la noche.

El oficio de escribir es para mantener —aun bajo la eternidad que desintegra— los ojos abiertos.

XII

A Juanita En vano el aire en tus pulmones y las señales invisibles de los pájaros, a veces en el cielo, a veces en el río.

No soportas el empujón de los cristales cuando abres los ojos.

XIII

Hundir un haz de luz, romper con esa luz focalizada los fluidos.

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ESMIRNA BARRERA

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