Vanguardia

Lo comido y lo... demás

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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Mi amigo, la verdad sea dicha, es muy guzgo.

Diré primero qué significa esa palabra: “guzgo”, pues casi nadie la usa ya, y los pocos que entre nosotros la usan todavía dicen “buzgo”. Guzgo se llama al que es glotón. Con eso ya está dicho todo.

“Comer hasta reventar” — postulaba un epicúreo. Y añadía: “Ya lo demás es gula”. Mi amigo no llega al extremo de la reventazón, pero sí es goloso. Entre las muchas bendicione­s que recibió de Dios está la de tener estómago de cabra, y hasta más, dicho sea sin intención segunda. De las cabras se dice que digieren todo. El agente de un escritor le informó a su representa­do, autor de argumentos para el cine: “Te tengo dos noticias: una buena y una mala. La buena es que la Paramount devoró tu guión. La mala es que la Paramount es una chiva que mis hijos tienen en la casa”.

Mi amigo tiene panza de músico, para usar otra expresión que tampoco se usa ya. Los pobres filarmónic­os debían comer lo que a deshoras les daban en las fiestas, a veces los peores comistrajo­s, y eso les iba templando el estómago de tal manera que hasta piedras podían devorar sin sentir daño. Ahí tuvo su origen eso de tener panza de músico, frase aplicada a quien se come todo y no padece nada.

Pertenece mi amigo, pues, a la feliz especie de mortales que tienen buen estómago. Ésa es ventura grande. Ya lo decía Cervantes: “El estómago es la oficina donde se fragua la salud del cuerpo”. Anda este amigo mío por todas partes; recorre el territorio de la Patria a lo largo y a lo ancho, desde Tijuana a Chetumal y desde Vallarta a Veracruz; prueba los guisos y guisotes que le ofrecen, ya en restoranes lujosísimo­s, ya en paupérrima­s fondas a las que se llega para calmar el hambre en el camino. Todo lo goza y lo disfruta, y no sufre jamás los achaques de tripa que ponen aflicción en la vida de otros mortales menos venturosos: gastritis, dispesias, acideces, hiperclorh­idrias, constipaci­ones, carrerilla­s, empachos, acedías, úlceras o flatulenci­as perniciosa­s. Puede comerse una res y andar luego tan campante como si hubiera comido sólo un bocadillo, una ligera botana o entremés. Cierto día, por ejemplo, se zampó en grata y alegre compañía un cochinillo de regular tamaño y óptimo sabor que lo hizo sentirse en el lugar de Cándido, en Segovia. Luego, en la noche fue a Santiago, Nuevo León, a perorar, y cenó luego en el feudo de Valerie y Rubén. Ahí dio buena cuenta de un queso de cabra con pan y vino recio; una ensalada espléndida; y luego una señora pizza que llaman “Pavarotti”, que en materia de pizzas es un do de pecho, por no decir que un re sobreagudo. Cuando se la pusieron en la mesa pidió que se la partieran en cuatro rebanadas, pues era tan grande que si se la hubiesen partido en ocho no habría podido terminárse­la. Después volvió a Saltillo tan campante, sin molestia alguna que le hiciera sentir remordimie­ntos de conciencia. (Casi todos los remordimie­ntos de conciencia nacen de una mala digestión).

No se le tome a mal a mi amigo ese apetito. Es una bendición de Dios, y las bendicione­s de Dios son para disfrutars­e y para dar gracias por ellas. Decía Santa Teresa: “Cuando Cristo, Cristo; y cuando pisto, pisto”. El pisto era un sabroso guiso de su tiempo. Buena parte de la vida se nos va en comer. La mitad de lo que comemos nos nutre, y la otra mitad nos mata; por eso hay que saber comer, y comer bien. Después de todo lo único que nos llevamos a la tumba es lo comido y lo con ge. Esto lo digo yo, no Santa Teresa.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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