Vanguardia

FRESA O PLÁTANO MACERADOS

- PLANETA PERSONAL CLAUDIA LUNA FUENTES claudiades­ierto@gmail.com

El horneado del sol hoy incluye la piel. En cierto punto, dermis y pavimento son parecidos: las orillas de las calles son suaves al pisarlas en este escenario que ronda los 40 grados centígrado­s. Entre la cabellera nacen perlas de gotas saladas que se deslizan por el cráneo, avanzan hacia el cuello y como un collar líquido, llegan a unirse al frente para avanzar hacia el pecho como un solo hilo.

Es una calle en el pueblo de Frontera, Coahuila. (Alguien me pregunta desde otro tiempo -y no es la primera vez-, que con qué frontera hace frontera este pueblo, y le digo como lo he hecho antes, que Frontera hace frontera con Monclova solamente y también, con el desierto y con el sol, no con el vecino país, como es común pensar para habitantes de estados fronterizo­s como Coahuila). Enrique mi primo sube la silla de ruedas de mi padre a la cajuela. Todos ya en el auto, avanzamos por la estrechez de paisaje.

-Hija, anda a ver si hay unas paletas de hielo por aquí, dice mi padre.

Señala al frente. Me enfilo con el auto hacia el sitio. Se interponía un camión grande y oxidado entre nuestra mirada y el local solitario. Bajo. Rodeo el camión. Al ingresar, entro con dos cuerpos: mi cuerpo ahora adulto y mi cuerpo adolescent­e que luego de ir a la escuela pública, llegaba a un lugar que era ese lugar, para pedir una paleta de plátano en agua o una paleta de fresa en leche.

Una mujer de cabellera castaña y con algunas canas de un delicado blanco plata, me mira desde su hermosura delgada y tranquila mientras me acerco:

-Disculpe, ¿hace cuántos años que está abierta esta paletería? -Hace muchos, responde. -Cuando yo era joven, venía aquí, saliendo de la secundaria a comprarme una paleta de plátano en agua, que no he vuelto a probar jamás en otro sitio.

-Es la misma paletería, dice tranquilam­ente.

En mi recuerdo hay barullo afuera de la paletería: sonidos de autobuses desde donde suben o descienden hombres y mujeres con bolsas plásticas de donde nacen verduras y asoman siluetas de latas y carnes. Hay faldas guindas y blusas blancas entrando a la nevería en tropel por una paleta. Hay también un letrero colorido que ahora no está más: “Paletería Michoacana” se leía en caligrafía en tres tonos para darle tridimensi­onalidad.

Mientras conversamo­s y entran algunos sedientos caminantes, el ventilador revuelve el aire caliente a esa hora en la que calor empieza a bajar la intensidad de su rabia. Las tres heladeras largas se esfuerzan para resguardar paletas, nieve y aguas de frutas. Enfrente, la plaza principal también lucha por preservar los largos y esbeltos árboles que resisten o mueren frente a las campanadas de la Iglesia del Sagrado Corazón.

Pido una paleta de pistache para mi padre, mi tía una de nuez y Enrique una de limón. Para mí una de plátano y una de vainilla.

La mujer me dice que las dos paletas que hacen allí y no se encuentran en ningún sitio son la de plátano en agua y la de cereza, también en agua.

Salimos y mientras devoro la suavidad de vainilla en leche, mi padre me pide una mordida de la paleta de plátano, dejo que se la acabe. Mi tía dice que tal vez le ponen vainilla al plátano porque tiene un toque especial. Yo pienso que su sabor es insuperabl­e. No he vuelto a encontrar un sabor tan sencillo e intenso como ese.

Cada quién cuida no dejar caer gotas de sabor, cuando recuerdo que, en mi juventud, medía el trayecto a casa por el tiempo en el que mis labios consumían la paleta. El paso debía ser rápido, para dividirlo entre observar a los autos al cruzar calles, chupar el hielo dulce para evitar perder gota alguna, y pensar que en el mundo la frescura entraba por la boca como una caricia de sabor para aguantar los rayos del sol.

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