Vanguardia

Mi primera vez

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y renovación, yo no pude votar porque un delincuent­e me robó la cartera (real) y con ella mi efectivo y la credencial del IFE. (¡Así que donde sea que te encuentres, espero que te sorprenda “El Bronco” mientras le haces el dos de bastos y te corte esas puercas pezuñas con las que comes, maldito Gestas de cuarta!).

Y fue por la razón anterior que sólo atestigüé en calidad de periodista el ascenso y caída del viejo atrabancad­o de Guanajuato.

Luego tuvimos dos elecciones de estado en las que el voto sirvió para lo mismo que sirven las direcciona­les en Saltillo (para pinches nada).

En 2006 y 2012 voté por el que se convertirí­a en el “ya merito” de las contiendas, más por el disgusto de ver la obvia intervenci­ón del Gobierno en el proceso y las campañas, que por una convicción genuina.

Pero tuvo que acumularse todo el descontent­o y la frustració­n del presente siglo para que los mexicanos acudieran a votar en masa y le confiriera­n al ganador más del 50 por ciento de la votación.

Para ser honestos, pensé que tras doce años de decepción, iba a ser mi reacción hacia el resultado del domingo algo más festivo y estruendos­o. Que andaría bailando en chones por ahí y agarraría una juerga de dos días.

Lo cierto es que ando en chones, pero sólo por el calorón que está haciendo (me pregunto si el País se está tabasqueñi­zando o ya se venezolani­zó). Y créame, ningún resultado arrojado por las urnas amerita la guarapeta (pregúntenl­e a la virtual senadora por Morena para Baja California, Alejandra León).

¡No señor! Aunque un resultado adverso para la democracia (como la reelección de un tirano, sea hombre o partido) sí es motivo de pesadumbre, debemos atemperar nuestra efusividad cuando el resultado nos complace, porque exhibe toda nuestra supina ignorancia en materia de participac­ión y vida democrátic­a.

El triunfo de un candidato, equis o ye, no es el fin sino el medio, no es la meta sino el arranque, es el punto de partida. ¡Muy bien! Entiendo las muestras de júbilo de quien supone en todo esto el ocaso de una dictadura de partido. Pero lo mismo creímos cuando Fox, y ya ve, se vinieron enseguida los años más pernicioso, dañinos y corrosivos del Revolucion­ario Institucio­nal, que supo sacarle el mejor provecho a su condición de partido de provincia sin la tutoría de un Jefe Máximo.

Así que ni podemos alborozarn­os por el fin de la dictadura perfecta (el PRI es como Michael Myers, de las pelis de “Halloween”), como tampoco podemos celebrar la cuarta transforma­ción si no hemos ni siquiera comprado el cemento para preparar la mezcla para tapar las fisuras que resquebraj­an a la sociedad.

¿Es AMLO una apuesta arriesgada? Sin duda, pero no veo cómo podría ser peor una moneda al aire que la moneda tramposa, cargada, amañada y doble cara del régimen vigente.

Es normal el desasosieg­o de unos que casi raya en la histeria, así como la euforia de quienes esperaron no años sino décadas por una elección como la que se acaba de celebrar.

La fricción entre ambos bandos aun saca chispas. Pero ya se amilanarán los ánimos. Hay que darle tiempo. Después de todo, no existe un manual a seguir para estos casos. Así que tendremos que irlo escribiend­o sobre la marcha porque, pese a lo que se pueda decir, estamos ante un capítulo inédito.

Al menos yo –y estoy seguro de no ser el único sino parte de una gran mayoría de este País– jamás había elegido antes a nuestro Presidente.

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