Vanguardia

Plaza de almas

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La flor de azálea tiene nombre de canción. Es bella flor, y aun así no se conocía en el Potrero de Ábrego, donde en cada jardín, y en cada zaguán y en cada huerto hay rosas opulentas, claveles incitantes; margaritas románticas; eróticos alcatraces; violetas cuya oficio es ser modestas y la pequeña flor que dice una verdad, pues se llama “amor de un rato”, y todos los amores –incluso los eternos– son de un rato. Nadie sabe cómo llegaron al Potrero las azáleas. Todos saben cómo llegaron al Potrero las azálea. Quiero decir que si nos atenemos a la realidad se ignora cómo vinieron a dar acá esas flores. La realidad tiene la mala costumbre de ser demasiado real. No deja sitio a la imaginació­n. La Historia, obligada a decir la verdad, es en blanco y negro. La leyenda, en cambio, hija de la imaginació­n, se pinta con todos los colores de un glorioso Technicolo­r, con perdón por el uso de ese antiguo término cinematogr­áfico. Si nos atenemos a la Historia nadie sabe cómo las flores de azálea llegaron al Potrero. La leyenda, más generosa y menos aburrida, nos da la explicació­n. Yo la recojo aquí, pues la memoria de los hombres es ingrata: olvida lo que debería recordar y recuerda lo que debería olvidar. Por ejemplo, olvida los favores recibidos y recuerda con tenaz odio las ofensas. Si no escribo esto se perderá para siempre la leyenda de la azálea en el Potrero. (Si lo escribo se perderá también, pero tardará unos días más). Sucede que vivió aquí una niña, luego mujer y al final anciana, de nombre Azalita, luego Azálea y al final doña Lizi. Dice la gente que era muy hermosa, pero esta buena gente dice siempre de las muertas que eran muy hermosas, de modo que no podemos saber si en verdad Azalita, Azálea y doña Lizi eran hermosas, sino sólo imaginarla­s bellas. Nos costará un poco de trabajo, pues Azálea no casó, y eso pone un signo de interrogac­ión sobre la afirmación de su belleza. De niña Azalita era muy buena. Hacía lo que deben hacer las niñas buenas: obedecía a sus papás; hacía sin ser forzada las tareas de la escuela, y el mes de mayo tejía coronas y collares con las flores que llaman maravillas para adornar el altar de Nuestra Señora de la Luz, la divina patrona del Potrero. De joven Azálea fue también muy buena. Sus hermanos y hermanas se casaron, y ella rechazó a sus pretendien­tes –varios tuvo– y permaneció en su casa para cuidar a su padre, ciego a raíz de haber espiado a las brujas cuando bailaban desnudas en un claro del bosque, y a su madre, paralítica por causa de la impresión que le produjo la muerte de su hijo mayor en un pleito de cantina. ¿Cómo podía Azalea dejarlos solos en esas condicione­s? Se quedó entonces para vestir santos. “No te mortifique­s, hija –la consolaba el padre Noel–. Después los santos te vestirán a ti”. Envejeció doña Lizi –así le puso el mismo padre Noel, que era irlandés, cuando Azalea llegó a la ancianidad–, y siguió siendo muy buena. Regañaba a los hombres que azotaban a sus animales, y le dio con el bastón en la cabeza al maestro de la escuela porque llamó “Cuatrojos” a un niño que usaba lentes. Acogía en su casa a las muchachas solteras que quedaban embarazada­s, y las protegía hasta que daban a luz. Cuando doña Lizi falleció la sepultaron en un rincón del cementerio de Ábrego. Y entonces sucedió lo sucedido. Sobre su tumba salió de la noche a la mañana un arbolito que dio una hermosa flor cuyo nombre, según se supo luego, era azálea. Desde entonces el Potrero de Ábrego hay azáleas. Y la gente quiere más a las azáleas que a las rosas y los claveles y las violetas y las margaritas y las… FIN.

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