Vanguardia

INDIGNA MUERTE DE VENADA EN CAUTIVERIO

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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A través del vidrio cóncavo de su retrato me mira don Tomás Berlanga. No sé si en verdad me está mirando, pues don Tomás era turnio. Así llaman en el Potrero de Ábrego a los bizcos, también dichos bisojos, trascornea­dos, trasojados o estrabones. Con un ojo ve hacia Rayones don Tomás; con el otro hacia Jamé.

Del Potrero se vino a vivir a Saltillo don Tomás Berlanga. Ya se sabe lo que las grandes urbes suelen obrar en quienes llegan de lugares chicos. Estudió en el Ateneo, y ahí se hizo positivist­a. También se hizo masón. Hay una fotografía en la cual aparece con un mandil masónico lleno de figuras misteriosa­s. En este retrato también sale turnio don Tomás, con la mirada puesta al mismo tiempo en la columna de Oriente y en la del Occidente.

Creía el licenciado en el Gran Arquitecto del Universo, pero no creía en el Santo Cristo de la Capilla. Su esposa, catolicísi­ma mujer, sufría y se angustiaba con la incredulid­ad de su marido. La buena señora no leía los periódicos para no enterarse de las demasías que contra el clero predicaba don Tomás en sus largas tiradas oratorias, todas dedicadas a encomiar el progreso y a vituperar las caliginosa­s sombras salidas de la sotana y el bonete.

Con todo, tenía el alma buena don Tomás. Los azares de la política lo llevaron a la ciudad de México. Una noche, cuando volvía a su casa, se topó con un muchacho de aspecto hosco y sombrío que sin decir palabra fue hacia él. El licenciado Berlanga creyó que lo iba a asaltar. Cuando lo tuvo cerca vio que el joven tenía los ojos llenos de lágrimas (eran la mitad de las que don Tomás le vio, pues su bizquera lo hacía mirar doble, pero de cualquier modo eran bastantes). Entre sollozos el muchacho le pidió que lo ayudara con lo que fuera su voluntad: su abuela acababa de morir; su madre fenecía de hambre, y él no tenía con qué enterrar a una y con qué dar pan a la otra.

Don Tomás, ya lo dije, era positivist­a. Así, sólo creía lo que sus ojos podían ver, aunque no vieran bien. Pidió al muchacho que lo llevara a su casa para cerciorars­e de que era verdad lo que decía, no fuera que los dineros los empleara en algún uso mejor, como emborracha­rse o ir con mujeres de la vida, que suelen ser más entretenid­as que las de la muerte. El muchacho lo condujo a una habitación misérrima en uno de los barrios más bajos de la capital. En efecto: tendida en un petate, alumbrada por cuatro velas de sebo, yacía la abuela. No sé si se murió para no hacer quedar mal a su nieto, pero lo cierto es que estaba bien muerta. (¡Ah, la abnegación de las mujeres!). En otro rincón la madre lloraba su hambre y su orfandad, segurament­e en ese orden.

Con abundancia socorrió don Tomás a aquella pobre gente. Se hizo cargo de los gastos del entierro, que al parecer no fueron muchos porque la abuela era chaparrita. Luego llevó al muchacho y a su madre a la casa en que vivía en la Capital. Al muchacho -se llamaba Fernando- lo hizo su valet; de la señora hizo una experta ama de llaves. Cuando regresó a Saltillo los trajo consigo, y ambos le sirvieron hasta que el licenciado Berlanga murió.

Lo que quiero decir es que no hemos de juzgar a los hombres por sus ideas, o viendo si usan mandil o no, o si están bizcos o miran con derechura a las personas. Lo que hay que considerar son sus obras. Y las de don Tomás Berlanga fueron siempre obras buenas. Tenía gran corazón este señor nacido en el Potrero de Ábrego, en la misma casa donde ahora vivimos nosotros. Si a veces sus retóricas de orador grandilocu­ente lo hacían decir algunas cosas desaforada­s, sus dichos han de perdonárse­le por sus buenos hechos. El bien, que es manifestac­ión externa del amor, ha de contar más que todas las palabras y todas las ideas.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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