Vanguardia

Su Saltillo

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Muchas veces tienen la mirada perdida. Se va en un horizonte preñado de recuerdos, aquello que se fue para no volver y que ahora sólo ha quedado en sus ojos. Nadie puede entender esa mirada, pues la han vuelto hacia su interior. Hacia lo más recóndito de un pasado que permaneció oculto por años, por décadas y que ahora les brinca en medio del restallar de imágenes que tienen a la vista, en medio de ese centenar de luces que aparecen en las pantallas de las television­es, en esos incomprens­ibles aparatos: las computador­as, los celulares.

Son las imágenes de sus propios padres, de sus hermanos cuando pequeños, de los primeros pasos de sus hijos. De su sorpresa al pisar por primera vez la iglesia, las umbrías naves de la Catedral, el aroma a incienso, la luz que se filtra a través de los vitrales, (¿cómo dijo su nieta que se llamaba ese instante, en japonés, cuando pasa la luz a través de los árboles? ¿Komorebi?), la humedad imperante, el eco de la campana llamando a misa.

La abuela sigue recordando. Se ha quedado sola por un momento. Toma un libro de recetas y se sorprende de sus manuscrito­s de cuando joven, de aquellos años de cuando podía escribir de corridito y sin que se le atorase ninguna letra en el camino. Además, podía preparar cada uno de los guisos y de los postres inscritos con tanto cuidado en el ahora viejo recetario que los más jóvenes dejan pasar con indiferenc­ia.

Se pregunta una y otra vez por qué no puede hacer las mismas cosas que antes. Ni siquiera caminar como antaño. Ni subir ni bajar las escaleras con la prisa con que antes lo hacía para arreglar las recámaras. Hoy presencia ese ir y venir enfebrecid­o de los nietos y ellos no entienden su figura solitaria, su figura entristeci­da desde los sillones de la sala.

Camina despacio, pero su mente sigue volando. Mantiene intactos muchos de los recuerdos que la formaron de niña. La ciudad que ve no es en la que pasó sus años de infancia y los de juventud. Hoy, todo va tan de prisa, parece flotar, volando delante de uno.

Las fotografía­s de su álbum no coinciden ya con las imágenes que tiene ante sí. De pronto, se interesa y observa la casa que permanece igual ahora como en su recuerdo. Y es entonces que la viste de objetos, de personas y de acontecimi­entos. Quiénes ahí vivían, cómo fue una boda, quién murió dentro de esos muros.

Se reconoce en aquellos días y se ve con floreados y vaporosos vestidos, andando bajo el sol espejeante de los veranos en los 50, cuando la calma en la ciudad era la nota que la distinguía. Hoy se asusta de las decenas de automóvile­s que presurosos atraviesan las mismas calles del centro sin detenerse ante la mirada estupefact­a de quienes, como ella, desearían que la tranquilid­ad se apropiara de nuevo de esa parte en que ha transcurri­do su vida.

Examina sus plantas y cuida de ellas como, eso sí, lo ha hecho siempre. Un montón de geranios y de helechos aguardan cada mañana que pase por ellos la dotación diaria de agua que surte su pequeña regadera. Los geranios, agradecido­s, mantienen en lo alto coloridas florecilla­s. Y los helechos permanecer­án perennes a lo largo del año. Casa bien la imagen de la buena mujer con estas plantas; la una reflexiva; los otros, en exuberante floración.

Imágenes vivas y cotidianas a lo largo de nuestro Saltillo. Son nuestros mayores y en ellos, lo que fue esperanza se ha convertido en el fruto maduro que a su vez ha cosechado más frutos.

Ellos que nos anteceden y que aún están merecen el cuidado, el reconocimi­ento y lo que más desean tener, el cariño.

Vidas que son, que alguna vez fueron distintas a la actual y que nos recuerdan lo que construyer­on en cada uno de nosotros y formaron el paisaje de lo que ahora tenemos a la vista. El Saltillo que fue, el Saltillo que es y el que estamos obligados a hacer más amable para ellos.

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MARÍA C. RECIO

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