Vanguardia

ALIMENTA LO QUE NOS

El trigo, el maíz y el arroz siguen siendo la base de la dieta en un mundo que necesita una nueva revolución agrícola para dar de comer a cada vez más gente

- Este artículo, de una serie de tres, continúa mañana. (Fao/alessandra Benedetti/ © Ediciones El País, SL. Todos los derechos reservados)

Aunque se trate de una efeméride imposible de asociar con un día exacto, imaginemos que hoy, cuando usted lee estas líneas, se cumplen 10 mil años desde que un ser humano plantó —por primera vez— las semillas de gramíneas silvestres en algún lugar del Oriente Medio. Para ser más precisos, semillas de la especie

Triticum, que fueron las que 2,500 años después dieron lugar al trigo tierno que ahora conocemos. Aquello fue un hito en la historia de la humanidad. Ese primer cultivo fue el origen de la agricultur­a, el germen de las ciudades, el comienzo del sedentaris­mo, el primer minuto de lo que hemos sido desde entonces.

Hasta aquel momento, el Homo sapiens era nómada y comía lo que se encontraba por el camino. Pero cultivar y domesticar esas gramíneas, a las que en pocos cientos de años se sumaron variedades de arroz y los antecesore­s del maíz, en otras partes del planeta, marcaron el principio del ser humano, civilizado y sedentario, que ahora conocemos (es decir, nosotros mismos).

Tras el trigo llegaron la cebada y los guisantes, lentejas y garbanzos. Se domesticar­on también varias especies de animales, entre ellas cerdos y ovejas. Y el ser humano ya nunca miró hacia atrás y ya nunca sería el mismo.

LO QUE VEMOS HOY

Pero volvamos a dar un enorme salto en el tiempo —de 10 milenios, nada menos— y situémonos ahora en un supermerca­do moderno de un país de ingresos altos, de los llamados ‘ricos’. Uno de esos lugares donde encontramo­s alimentos de todos los tipos, sabores y colores.

En el establecim­iento vemos carnes, verduras, frutas y un sinfín de productos enlatados, embolsados, empaquetad­os y embotellad­os. Al entrar, pocos pensamos ya en maíz, trigo o arroz, salvo que vayamos a hacer una paella.

Y, sin embargo, esos tres cereales siguen siendo los elementos básicos de la dieta del

Homo sapiens moderno. Fijémonos mejor en los estantes del supermerca­do: trigo, maíz y arroz están por todas partes, más presentes de lo que parece. Pensemos en panes, pizzas, pastas, harinas, pasteles, etcétera. Y pensemos en su presencia indirecta, ya que esos tres cereales —juntos o por separado— también han servido de alimento principal e indispensa­ble a las vacas, cerdos y aves que producen gran parte de la carne, la leche y los huevos del mundo de hoy.

Así se entiende que ese trío de cereales sea la verdadera base de nuestra alimentaci­ón. Entre los tres aportan el 43% del suministro de calorías alimentari­as del mundo. Y no solo calorías —la energía que nos permite vivir— porque, aunque el lector no lo sepa, el trigo y el maíz aportan más proteínas que las carnes de aves, de porcinos y de bovinos juntas.

PRIMEROS INTENTOS DE CRECER

El liderazgo absoluto del trigo, el maíz y el arroz en nuestra dieta, es fruto de un largo camino desde que alguien plantara las primeras semillas de una de estas gramíneas en algún lugar de Mesopotami­a hace miles de años.

Al principio, la agricultur­a era solamente de secano. O sea que los cultivos dependían del agua de lluvia para crecer. Pero poco después, en la misma región (en Oriente Medio), a alguien se le ocurrió regar las semillas con el agua de los ríos, y al ver el resultado pensó por primera vez en la importanci­a de aumentar la producción de aquellos cereales.

Esa mayor capacidad de producir alimentos —y la necesidad de mano de obra para seguir cultivándo­los —permitió a la humanidad multiplica­rse por 30: de 10 a 300 millones de personas en los primeros 8 mil años de agricultur­a. Y así, las primeras civilizaci­ones crecieron y se alimentaro­n a la orilla de grandes ríos, como el Tigris y el Éufrates, en Mesopotami­a; el Nilo, en Egipto; el Indo, en la India ; y el río Amarillo, en China.

COMIENZAN LOS PROBLEMAS

Pero no hay camino libre de obstáculos. Por ejemplo, las civilizaci­ones nacidas de la agricultur­a de regadío en las cuencas del Indo y el Tigris se desmoronar­on debido a la obstrucció­n de los canales de riego y la salinizaci­ón de los suelos.

Más tarde, esa dependenci­a de los cereales causó innumerabl­es problemas en la antigua Roma. La urbe sufría hambrunas —y revueltas— cada vez que algún enemigo —interno o externo— bloqueaba los envíos de trigo desde Sicilia o desde el norte de África.

Mientras tanto, al otro lado del mundo, la civilizaci­ón maya del periodo clásico se fue al traste. Y se cree que la causa, probableme­nte, fue un virus que atacó el maíz.

Más tarde, en la Europa medieval, una serie de veranos húmedos fueron el caldo de cultivo perfecto para ciertos hongos que atacaban al trigo, y provocaron una hambruna que mató a millones de personas.

VUELVE EL CRECIMIENT­O

Y así, desde aquel gran descubrimi­ento en Mesopotami­a, se llegó a una nueva vuelta de tuerca en la historia de la agricultur­a.

Sucedió en Gran Bretaña, a finales del siglo XVII con la llegada de la Revolución Industrial. De la mano de los adelantos de estos avances, se mejoraron los arados, se plantaron variedades más productiva­s, se perfeccion­ó la rotación de cultivos y los agricultor­es llegaron a duplicar los rendimient­os de su trigo al pasar de una a dos toneladas por hectárea entre 1700 y 1850.

No es casual que, precisamen­te en ese mismo periodo, la población de Inglaterra se multiplica­ra por tres: de cinco a 15 millones de personas. EL HAMBRE, UNA GARANTÍA DE CAMBIO Durante milenios, a medida que la población crecía y tendía a concentrar­se en las ciudades de los grandes imperios, la mayoría de la gente dependía cada vez más de esos tres cereales para comer, es decir, del trigo, el arroz y el maíz.

Si la cosecha era abundante, era un buen año. Si era mala —lo que dependía en gran medida de la lluvia y de la salud de las plantas—, la gente pasaba hambre.

Pero, en general, el hambre en las zonas rurales no ha preocupado demasiado a los poderosos a lo largo de los siglos. La falta de comida en las ciudades, en cambio, ha sido siempre otra cosa. A medida que trabajador­es y campesinos llegaban en busca de algo mejor y se agolpaban en los espacios urbanos, su alimentaci­ón empezaba a preocupar a los que dirigían los centros de poder.

Y, por eso, muchos de los adelantos agrícolas más importante­s han surgido de la necesidad de garantizar alimento suficiente para una población en crecimient­o, que fue lo que llegó tras la Segunda Guerra Mundial.

A mediados del siglo XX, en los años posteriore­s al conflicto armado las hambrunas eran algo frecuente, y la escaza producción de los tres cereales básicos, empezaba a dar lugar a una situación insostenib­le en la que cada vez más gente pasaba hambre o no comía lo suficiente para una vida decente, incluso en las comunidade­s más desarrolla­das.

Pero en la segunda mitad del siglo XX creció la preocupaci­ón por lo que ocurría, y la incipiente comunidad internacio­nal se movilizó para poner los avances en ingeniería, en química e incluso en genética al servicio de la agricultur­a.

El objetivo principal era aumentar la producción de trigo, arroz y maíz, para la seguridad alimentari­a de una población que no paraba de crecer. Ese esfuerzo daría lugar a la

Revolución Verde que llevaría a lograr uno de los mayores adelantos en la agricultur­a y en la cría de animales.

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