Cosas pasadas muy presentes
Dudo que lo que voy a decir perturbe el sueño eterno de don Venustiano Carranza, que aun estando vivo era bastante imperturbable. Tampoco creo incurrir en herejía al decir eso. Lo que sucede es que siento veneración por la figura de don Francisco I. Madero, y siempre he sospechado que el Varón de Cuatrociénegas se estaba preparando para alzarse contra el Apóstol de la Democracia.
No soy yo el único que alienta esa sospecha. Historiadores de ambos bandos –quiero decir, del conservador y del revolucionario– han sostenido la misma tesis. Don Alfonso Junco escribió muchas páginas sobre el asunto, adujo argumentos y aportó pruebas diversas en apoyo de la tesis que afirma que si Madero no hubiera muerto don Venustiano tarde o temprano se habría levantado contra él. Alfonso Taracena, historiador perteneciente al grupo revolucionario, era de la misma idea. Desde luego en cosas de Historia no caben esos “habría” o “hubiera”, pero yo tengo la ventaja de no ser historiador, y entonces puedo manifestar mis intuiciones.
He encontrado en crónicas de la época un dato interesante que sirve para ilustrar una vez más la malquerencia que alentó don Venustiano contra Madero. Cuando el Ejército Constitucionalista tomó la capital de la República la gente de Carranza solía pasear por las calles de la ciudad luciendo su atuendo atexanado: camisola y pantalón de caqui; botas a media pierna; sombrero texano de los llamados de cuatro pedradas. Ese uniforme era en todo semejante al que usaron los soldados americanos en la Primera Guerra Mundial; el mismo de los hombres que comandó Pershing en la famosa expedición punitiva contra Villa.
A la llegada de los carrancistas a la capital algunos de ellos, pensando que con eso adularían a sus jefes, se dedicaron a quitar las placas que con el nombre de Madero se habían colocado en la antigua calle de San Francisco. Nada hicieron los jefes de las tropas de Carranza para evitar ese atropello. Pancho Villa, en cambio, emitió una proclama en la cual ordenaba que las placas fueran puestas otra vez en su lugar, y al mismo tiempo hacía la advertencia de que quien retirara esas placas sería pasado por las armas.
Villa, según es bien sabido, sentía un gran respeto por Madero. Don Panchito era el único que podía reducir los terribles impulsos del Centauro. Cuando Villa recibió la noticia de la muerte de Madero lloró como un niño. Hay testigos que afirman que en adelante, siempre que pronunciaba el nombre de Madero se llevaba Villa la mano al sombrero, como para descubrirse, igual que hacen los campesinos y los cantantes de ranchero cuando dicen el nombre de Dios.
Tiempos de mucha agitación eran aquéllos. Por esos días alguien aconsejó al poeta Salvador Díaz Mirón, quien llegó a la abyección al adular a Victoriano Huerta, que huyera de la Ciudad de México, pues seguramente los revolucionarios lo buscarían para ejercer alguna represalia contra él.
–Aquí los esperaré, hijito –le respondió el tormentoso vate–, en la redacción de El Imparcial, sentado en mi silla de costumbre. Cuando lleguen tendré en las manos mis dos revólveres, uno de 8 cartuchos, y de 9 el otro. Naturalmente me vencerán esos bandidos, pues ellos serán más. Pero antes de morir yo morirán 17 hombres.
Así se las gastaba el gran vate veracruzano.