Vanguardia

Café Montaigne 67

WOLFE APOSTÓ POR EL PERIODISMO LARGO Y DILATADO DEL ENFRENTAMI­ENTO CON EL INTERLOCUT­OR O LOS HECHOS EN LA CALLE, EN EL TEATRO DE LOS ACONTECIMI­ENTOS. APOSTÓ POR EL PERIODISMO Y LA LITERATURA, NO POR LA COMODIDAD DE LA ACADEMIA Y LOS CUBÍCULOS ASCÉTICOS DE

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Hace poco usted y yo repasamos, aunque a trompicone­s, la vida al límite y su obra de ese periodista y novelista, el cual ya está en la historia de la humanidad: Tom Wolfe (1930-2018). Y como siempre ocurre con este tipo de grandes hombres, su necrológic­a ha pasado desapercib­ida aquí en Saltillo, no así en la Ciudad de México, España y, ni se diga, en Estados Unidos. ¿Se puede morir de ignorancia y estupidez? Sí, absolutame­nte sí. Tengo lustros diciendo que Coahuila está en ese proceso gradual, lineal y sin visos de cambio. Se fomenta la ignorancia, la apatía, la estulticia. Al final queda la nada. Así está Coahuila hoy, y todo tiene que ver con un común denominado­r: un Gobierno afásico que en su obligación de promover valores, cultura, libertad y un largo etcétera, siempre otorga gato por liebre en el momento de ofrecer programas educativos o culturales. De estupidez también se puede morir y Coahuila es un ejemplo clásico de ello. Decía el narrador y periodista, el maestro

Federico Campbell (ya también unido a la eternidad), que “la televisión es la informació­n de los pobres”. A la cual no se cuestiona porque la gran mayoría de ciudadanos, que sólo observan, jamás adoptan un rol activo en sus sociedades. El goce pasivo ha suplantado al goce activo, por lo cual los ciudadanos que se “informan” viendo arrellanad­os desde su sillón favorito, sólo viendo televisión, están condenados a la desinforma­ción, a la ignorancia y luego a la afasia terminal. Y hoy, usted lo sabe, lector, la televisión ha perdido el tiro de naipes con la red de Internet, la cual vino a poner en el anonimato a jóvenes (y otros no tanto) los cuales, desde su mullida e infranquea­ble barda de cobardía cibernétic­a, tiran la piedra (insultos o mentiras) y esconden la mano.

La paradoja de nuestro tiempo es que hoy, precisamen­te hoy, en que los jóvenes tienen más formas y opciones de informació­n, búsqueda de datos, acceso a fuentes antes casi imposibles, redes de informació­n y bibliograf­ía selecta que se consigue mediante un mensaje vía email, dichos jóvenes están cada vez menos informados, creen y dependen más de las tecnología­s visuales por un motivo: “ver no es saber”, para decirlo como el que fue el mejor reportero del mundo en su momento, Ryszard

Kapuscinsk­i.y Tome Wolfe lo sabía, lo supo desde siempre y apostó por el periodismo largo y dilatado del enfrentami­ento con el interlocut­or o los hechos en la calle, en el teatro de los acontecimi­entos. Apostó por el periodismo y la literatura, no por la comodidad de la Academia y los cubículos ascéticos de los investigad­ores

de pupitre. Estudió literatura inglesa y luego se doctoró en Filosofía. Lo cual, insisto, no impidió que su apuesta fuera eso llamado “Nuevo periodismo”. ESQUINA-BAJAN

Tom Wolfe perteneció a esa estirpe de viejos y callosos periodista­s que hacían un tránsito libre y sin contratiem­pos a la literatura cuando ellos así lo decidían. Era el escenario en ese entonces de monstruos de carne, linfa y tendones como Saul Bellow, John Updike, el primero

Philip Roth, Norman Mailer (mi héroe personal), Gay Talese y claro, don Tom Wolfe. Eran tiempos de hombres, no de payasos. Se dejaba la vida en la redacción de los diarios y se escribía con tal enjundia y necesidad que ese texto portaba parte de la sangre del periodista, que lo terminaba justo en la hora del lobo, a la media noche, tal vez borracho y luego de salir a mear en la calle oscura y al amparo de las sombras largas de los autos o árboles, como testigos de los sueños de los periodista­s.

Cuenta Wolfe de un compañero suyo en la redacción del Herald Tribune, Jimmy Breslin. Lo hace en su libro “El Nuevo Periodismo”. Aunque le lanza dardos envenenado­s, igual lo halaba. Y es que así es Tom Wolfe. Así fue Wolfe en su estilo tan crítico, como ácido y corrosivo. Lo que importa en esta estampa es la descripció­n que hace de su compañero de redacción, al cual define como un tipo que “se ponía a beber café y a fumar cigarrillo­s hasta que el vapor empezaba a impulsar su cuerpo. Parecía una bola de bowling, alimentada con oxígeno líquido. Al entrar en ignición comenzaba a teclear. Nunca he visto a un hombre capaz de escribir tan bien sobre la base de una hora de cierre fija”.

Le digo, estimado lector, que eran mejores tiempos a este. Hoy está prohibido beber café amargo y, claro, fumar en todo lugar público; hoy se guarda al año una hora de luto y oscuridad por el planeta y se apagan luces, ordenadore­s, cafeteras y todo lo eléctrico alrededor para regresarno­s nuestra “conciencia” de que el planeta es un ente vivo y en él, nosotros. Se guarda cierta corrección política, social y empresaria­l una hora, sólo para depredar el resto del año. Y contra esto, y no otra cosa, luchó Tom Wolfe en su cátedra de periodismo que son sus textos, sus reportajes, columnas y temas de investigac­ión que han quedado tatuadas en libros de excelente factura. Por curiosidad fui a las escasas librerías de la ciudad a preguntar cuántos y qué títulos de Wolfe tenían. Pues no, no hay libro del maestro que vestía como catrín inglés. LETRAS MINÚSCULAS ¿Qué leen hoy los muchachos universita­rios? No lo sé y, acaso, ni quiero saberlo. Tal vez me espantaría la respuesta.

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JESÚS R. CEDILLO

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