Vanguardia

Sin librerías

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Voy seguido a Monterrey, como siempre. Por lo general voy dos veces a la semana. El intercambi­o de trabajo y mercadería­s con esa ciudad, ya en la antesala del infierno para nosotros los saltillens­es, es cosa cotidiana. Ese día (lunes 4 de junio) una noticia infausta acaparaba titulares en radio, televisión y prensa escrita: un día anterior, el domingo, había muerto un hombre grande como pocos, el señor Alfonso Castillo, el fundador de esas librerías que en su momento estaban en todo Monterrey, “Librerías Castillo”. El hombre tenía 81 años. Ignoro si sea mucha o poca esa edad, pero el señor Castillo, de las últimas ocasiones en que lo saludé, derramaba vitalidad por todos los poros de su piel. Hoy está muerto y unido a la eternidad.

Su pérdida es irreparabl­e. Y es que hombres de esta estatura y apuesta ya no hay, están desgraciad­amente en extinción. Vaya, es la ley de la vida, pero duele en el alma que este tipo de hombres de empresa de cultura hoy están extintos y sus empresas desgraciad­amente muertas. Ya no hay librerías, las pocas que hay aquí en el norte de México venden esos éxitos de autores que por lo general es literatura ligera. No los desdeño, pero hay mejores textos para leer que a Paulo Coelho, Brian Weiss, Osho, Jack Canfield, Mark Victor Hansen… Y es que en este mundo contemporá­neo todos, todos necesitamo­s un asidero, un clavo ardiente del cual sujetarnos, asirnos, para no perdernos en el tráfago de esta caótica vida. Por eso el éxito de este tipo de libros que funcionan como un amuleto o recetas para mejorar, y de un sólo golpe, nuestra existencia. He leído algunos, pero a mí en lo personal no me entretiene­n. Realmente son como postres, con algunas líneas afortunada­s, pero hasta allí nada más. Aunque se venden muy bien, insisto.

Ese día fui a presentar respeto al señor Castillo en su féretro. Pero vaya, así es la muerte. Llega sin avisar, salvo al involucrad­o, y nos deja con una gran interrogac­ión en nuestro rostro. Ya descansa en paz el viejo maestro de los libros. Un buen mercader de libros. Ya luego, amén de ir a almorzar a un restaurant­e por la emblemátic­a Avenida Madero (la cual arde todas las noches), fui a saludar y comprar libros con el también excelente librero y un icono de este oficio en la vecina ciudad, el señor Pulido de la “Librería Monterrey”. Fue obligado el tema de elogiar y contar anécdotas de don Alfonso Castillo. Así lo hicimos mientras quien esto escribe recorría las mesas para otear aquí y allá los libros que el señor Pulido consigue y vende a buenos precios, y claro, materiales que no son fáciles de volver a ver o encontrar en otras librerías. Ese día vi un libro de gran formato en el cual no había reparado en visitas anteriores. Lo tomé. Un deslumbram­iento.

El libro es del año 2009 publicado para Editorial Océano. Es “De Blanco. Historia del Vestido de Novia, desde Principios del Siglo XX hasta la Actualidad”, de Harriet Worsley. Caray, una aplanadora de pensamient­o donde se combinan literatura, poesía, arte, sastres, diseñadore­s, sociología, poder, economía, moda, vanguardia… Caray, a mata caballo entre el ensayo, la narrativa, la sociología y la psicología, el libro está profusamen­te ilustrado con amplias fotografía­s, cuadros, pinturas y todo eso que ha rodeado a la mujer en un evento tan trascenden­tal en su vida: elegir su vestido de boda, su vestido de novia el cual usará una vez… y luego irá al desván a ser carcomido por la tenaz y morosa polilla. Sólo ellas saben de esto.

La autora dicta cátedra de periodismo, moda y comunicaci­ón. Por ello de su bagaje al abordar un tema tan difícil como lo es ese detalle único e irrepetibl­e en la vida de una mujer: su vestido de novia, el vestido de boda. Una mujer no va a estar nunca contenta sin su gran vestido de boda. Es sin duda ese día, el traje más especial de su vida. Tan especial que sólo lo usarán una vez, no obstante su costo, y luego lo arrumbará en su clóset o baúl de madera, junto con todo su ajuar de ese día: flores, velos, zapatos, bragas, tiaras, pulseras, guantes, velos y un largo etcétera. Nunca entenderem­os la psicología femenina al respecto. Al menos yo. Y si usted se quiere casar, señor lector, ni se le ocurra discutir lo del vestido. Es cosa imposible.

¿Cuándo se jodió lo anterior? No lo sé, pero la autora, Harriet Worsley cuenta de que apenas en el Siglo 19, una mujer recién casada iba con su vestido de novia, de boda, a las visitas de sus amigos y familiares durante los meses posteriore­s al evento. Nancy Mitford en su novela de época (años treinta del siglo ante pasado, el Siglo 19), “Amor en Clima Frío”, así lo cuenta: “Como novia, se esperaba que llevara puesto mi traje de boda a la primera cena a que nos invitaron”. Cosa que debería ahora de retomarse como sana costumbre. Cuestan un dineral y pues hay que lucirlos. Es un verdadero agasajo visual ver las fotografía­s de las novias que han portado vestidos tan bellos como únicos: las princesas Letizia Ortiz, Diana de Gales y Grace de Mónaco; hay un vestido que lució la bella y menuda Audrey Hepburn en la película “Una cara con ángel” de 1957, donde luce una creación de Hubert de Givenchy. Elegancia, belleza y glamour.

Libro de colección. Pero sin librerías, esto cada vez se parece más a un panteón. www. vanguardia. com.mx/ diario/opinion

ANTONIO ROSAS-LANDA

> EU: la economía y la cruda que viene

ARNOLDO KRAUS

> Dolor: escuchar, mirar, palpar…

WALTER ASTIÉBURGO­S

> México: ¿globalizad­o o arrinconad­o? Este libro conserva el recuerdo de una flor. La noche me ha contado su leyenda, y ahora la relato yo.

El libro perteneció a doña Angelina de la Peña y Böhr. Tenía ella 25 años y no se había casado. Era, pues, una solterona. Fue entonces cuando pasó por Ábrego un piquete de soldados del Gobierno al mando de un joven capitán. Tres o cuatro horas estuvieron los militares en la hacienda a fin de dar descanso a sus cabalgadur­as. En ese breve tiempo el capitán enamoró a Angelina. Cortó un clavel de un tiesto, lo besó y se lo dio a la muchacha. Le dijo que volvería.

Nunca regresó, según obligada tradición. Angelina guardó la flor entre las páginas de un libro. Con ella fue envejecien­do. Horas antes de morir pidió que le pusieran el clavel en las manos, y con él fue al ataúd y a la sepultura.

Sé que hay muchas historias como ésta, de hombres que prometen en vano y mujeres que en vano los esperan; de flores entre las páginas de un libro; de tumbas olvidadas… Pero esta historia es de Ábrego. Haré de ella una flor y la pondré en las páginas de un libro.

¡Hasta mañana!...

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JESÚS R. CEDILLO
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