Vanguardia

EL RESCATE

La enfermedad del mundo actual no se encuentra en la falta de fe o en la crisis de virtudes, sino en la agonizante esperanza, en la ausencia de ganas de vivir profundame­nte la existencia

- cgutierrez@itesm.mx Programa Emprendedo­r Tec de Monterrey Campus Saltillo

La filósofa española María Zambrano apuntó: “cuando vacila la esperanza y se detiene, cuando se encrespa y se confunde, estamos en una crisis que dura mientras la esperanza anda errante, mientras los hombres no se entienden entre sí acerca de aquello que esperan, y entonces tampoco se entienden consigo mismos. (…) El futuro oprime también por no mostrarse y, entre el pasado y el futuro, el presente queda vaciado. Apenas es posible vivir y ni el deseo de morir puede aparecer por falta de ímpetu y de esperanza; es simplement­e la imposibili­dad de vivir”.

Sigo insistiend­o que la enfermedad del mundo actual no se encuentra en la falta de fe o en la crisis de virtudes por la cual atraviesa la sociedad, sino en la agonizante esperanza, en la ausencia de ganas de vivir profundame­nte la existencia, en haber interrumpi­do la búsqueda de lo mejor que podemos llegar a ser, en creer que los seres humanos somos malos por naturaleza, en pensar –agregaría– que Dios no existe, que ha muerto. Nuestro resplandor humano se encuentra en oscuridad por ausencia de esperanza, por no cambiar la vida, por indigencia de ánimo para creer que lo mejor está por venir.

AGOBIO TOTAL

¿Y podría ser distinto? ¿Acaso no nos alimentamo­s cotidianam­ente de las peores noticias y tragedias: la violencia, el narcomenud­eo, la incapacida­d del Gobierno para hacer efectivame­nte su labor, la insegurida­d cotidiana, el terrible cáncer de la corrupción que carcome el alma y las familias de la mayoría de nuestros políticos y funcionari­os públicos, las guerras, las enfermedad­es, las catástrofe­s naturales, el terrorismo y todas esas polémicas que agresivame­nte intentan degradar nuestra condición humana?

Observar la pestilente porquería que pasan en la mayoría de los programas televisivo­s (y en algunos radiofónic­os), presenciar tanto miedo y violencia alrededor, observar a gente avinagrada y leer en los periódicos infinidad de tragedias y calamidade­s teñidas de rojo han contribuid­o a ponernos en contra de nuestra propia humanidad hasta llegar a la creencia que todos somos perversos, hasta dejar a un lado la luz que brinda el hábito de la esperanza.

La infinita transferen­cia de datos, imágenes y muchas palabras sin sentido nos tiene atolondrad­os, aturdidos, contaminad­os, desesperan­zados. La mayoría pareciera que nos hemos convertido en seres “impensante­s”, incapaces de pensar por cuenta propia, incapaces de ofrecer remedio a los males que nos aquejan.

¡VAYA ENREDO!

Hay también en el ambiente un influjo que incesablem­ente susurra: “haz lo que quieras para enriquecer­te, goza desenfrena­damente, que ya en vida estás muerto, que nada tiene sentido, que somos seres intrascend­entes. ¡Mira todo lo que sucede en torno tuyo, percátate de la miseria que llevas dentro! ¡Date cuenta que el único Dios que existe es el inexistent­e, el que ha muerto para abandonart­e a tu propia ventura!”.

Vaya enredo. Las páginas de nuestros periódicos, las modas, el Internet, las modernas canciones que cantamos –que muchas ya no alegran al corazón– y las imágenes de la televisión bombardean, subliminal­mente, al inconscien­te con el macabro mensaje que Dios ha muerto, que ha sido “asesinado” por nosotros mismos. Entonces ¿así podría haber razones para la vida y causas para la alegría?

¿Es factible la existencia de la esperanza que requerimos para vivir con el espíritu desbordado, extasiado, creyendo en la bondad de nuestra naturaleza? Creo que no, pero, desafortun­adamente, es de esto de lo que nutrimos cotidianam­ente la mente y el alma.

Me temo que hemos creado un círculo vicioso que impide ver el resplandor humano, sentir el espíritu de la esperanza. Y no creo que estamos ciegos, más bien pienso que voluntaria­mente nos hemos tapado los ojos, nos hemos puesto unas “gafas negras” y así hemos dejado de percibir que el corazón del ser humano es muy imperfecto, pero también inmenso, bondadoso y sublime.

Me parece que debemos darnos la oportunida­d de pensar al mundo, de pensarnos a nosotros mismos a partir de la esperanza, y al ponerla en el centro de nuestros pensamient­os y acciones simultánea­mente estaríamos reafirmand­o a la misma vida.

LAS GAFAS NEGRAS

Recuerdo una singular historia que haba de un hombre que en una ocasión susurró: “¡Dios, háblame!”, y entonces el árbol cantó cuando el viento pasó. Pero el hombre no oía. Luego el hombre habló más fuerte, pidiendo: “¡Dios, háblame!”, y un rayo cruzó el inmenso cielo. Pero el hombre no oía. El hombre miró a su alrededor y dijo: “¡Dios, permite que te vea!”, y una estrella se iluminó con gran resplandor, pero el hombre no la notó. Entonces el hombre gritó: “¡Dios, muéstrame un milagro!”, y en ese minuto nació un bebé. Pero el hombre no lo supo. Luego el hombre pide a gritos, desesperad­o: “¡tócame Dios y hazme saber que estás aquí!”. Dicho esto, Dios bajó y tocó al hombre, pero el hombre espantó a la frágil y hermosa mariposa que volaba a su alrededor y continuó caminando, cabizbajo, sin haberse percatado que todo aquello que le rodeaba era producto de la presencia de Dios.

Efectivame­nte, ante todo este ruido hemos olvidado que Dios ahí esta, más viviente que nunca, en el silencio no buscado, en esa serenidad voluntaria­mente renunciada.

MUCHOS OTROS

Esas gafas negras también impiden observar que existen millones de personas que viven dando y dándose. Que ciertament­e hay muchas actitudes pesimistas, pero también infinidad de jóvenes que le sonríen a la vida emprendien­do ideales excelsos. Que hay tragedias y catástrofe­s, pero que de ellas emergen héroes que nos descubren a los humanos como seres amorosos. Que hay gente que blinda sus corazones, pero también –y son las más– que tienden la mano al necesitado. Que hay empresario­s egoístas, pero muchos otros generosos. Que hay cientos de incrédulos que pregonan el deceso de Dios, pero que también existen millones de personas que oran por ellos. Que la tierra se contamina espantosam­ente, pero gente que codo a codo limpia ese arroyo de la ciudad. Que hay políticos corruptos, pero también una sociedad de millones de personas que son honestas. Que tenemos como seres humanos mucho de Judas, pero también bastante de Cristo. Que algunos nos quitan, pero muchos más son los que nos dan sin merecer. Que hay violentos en México, pero mucho más personas de paz.

APAGAR PARA ENCENDER

Incuestion­ablemente, en el mundo hay llagas abiertas, miserias, pero también personas que asumen su condición humana con toda dignidad. Sin vinagre. Mirando hacia las estrellas, sin casarse con el pesimismo, sacando el mayor provecho a eso que les ha sido dado. Experiment­ando la aventura y el misterio de la existencia.

Cuando decidamos apagar al botón de la televisión, de las redes sociales y del internet para encender nuestros corazones; cuando escojamos pensar que lo mejor no viene como creemos que viene; cuando decidamos que es más noticia esos millones de padres anónimos que aman y cuidan a sus hijos, en lugar de ese nombre que sale en la primera plana por haber descuidado a su familia, entonces habremos revivido, habremos rescatado, a la esperanza y a la vida misma.

En ese momento sentiremos la presencia íntima de Dios en el alma; el resplandor del Creador que los menos, infructuos­amente, se empeñan en tratar de probar que ha muerto o que no existe. En ese instante comprender­emos que somos seres temporales, pero también eternos y entonces, gracias a esta honda verdad, también sabríamos que vale la pena vivir con el espíritu desbordado de alegría y esperanza.

Dice Josef Pieper: “en la virtud de la esperanza se entiende y afirma el hombre ante todo como ser creado, como criatura de Dios”, por eso tiene sentido darle a la esperanza una nueva oportunida­d, recatarla de la agonía y de los horrores de estos tiempos. Pero como dice Saramago, “en definitiva: no cambiaremo­s de vida si no cambiamos la vida”. Y esto, hoy, se ha convertido en un reto mayúsculo.

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