¿Monja o casada?
‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD
La primavera entró a destiempo -igual que había entrado la república federal- aquel año de 1825. Lo sabemos por don Carlos María de Bustamante.
A Bustamante no se le considera historiador. Ya en su tiempo era objeto de muy duros ataques. Se le acusaba de frívolo, de vanidoso, de parcial con sus amigos, de chismorrero. Y todo eso era don Carlos, ciertamente. Sobre todo vanidoso. En una carta que le escribió a Simón Bolívar, con el que sostenía asidua correspondencia, se leen estas palabras de Bustamante: “... Llevo escritos casi tres tomos del Cuadro Histórico de la Revolución Mexicana. Le suplico los reciba como una pequeñita demostración de mi cariño. Tienen la recomendación de estar escritos con la verdad, y en presencia de testigos y personas sincronas de la revolución. Creo que soy el Bernal Díaz de estos tiempos...’”. ¡El Bernal Díaz de estos tiempos! ¡Vaya modestia la de don Carlos Bustamante! Y sin embargo Gastón García Cantú está de acuerdo con el bombástico escritor se aplique a sí mismo el calificativo. Leamos lo que opina don Gastón de Bustamante:
“...Larga vida y larga obra la suya. No pocos historiadores, Alamán, principalmente, entraron a saco en sus libros, en sus artículos. Él contribuyó a fundar, con su pluma, lo que hubo de república. Acaso su indignación -vivió bajo la Colonia, luchó por la Independencia, combatió contra el Imperio y presenció cómo los norteamericanos barrían con todo- le llevó a comentar, verdadera marginalia que revela su carácter, los episodios de que fuera testigo, y ello ha sido pretexto para menospreciarlo como fuente de primera mano. En realidad, se trataba de oscurecer el valor de sus testimonios por quienes defendían las instituciones coloniales. Frente a los Estados Unidos la suya es una de las historias -nuevo Bernal Díaz- más verídicas: señala, por sobre todo, la confusión, la cobardía y la torpeza de esos días...”.
Por don Carlos María de Bustamante sabemos que la primavera se adelantó aquel año de 1825. Y él lo supo porque el cenzontle que tenía en su casa -el dato lo apuntó en su prolijo diario- rompió a cantar exactamente el martes 22 de febrero, muy anticipadamente. Con eso de la primavera a muchos les entraron ganas de casarse. El señor O’gorman, cónsul de Su Majestad Británica en México, se enamoró perdidamente de la linda señorita mexicana Marianita Noriega y Vicario, hija segunda de la señora viuda marquesa de Vivanco. El maduro galán trató con la madre de la muchacha lo concerniente al matrimonio y la señora aceptó el casorio, pues el pretendiente, aunque más que maduro, era de muy buenas familias y –sobre todo- tenía dinero.
Se fijó la fecha de los esponsales, que consistían en un acto solemne en que la futura desposada ratificaba la promesa matrimonial. Fue el cura a la casa de la muchacha a celebrar la ceremonia. O’gorman invitó a todos sus amigos, incluido el presidente de la República, don Guadalupe Victoria. Hizo preparar refrescos y un banquete. “Todo presentaba un aspecto de lujo e imponente”, relató Bustamante. Bajó la novia, hermosamente pálida, y se llegó hasta donde O’gorman la esperaba, frente al celebrante. El cura hizo a la muchacha la rutinaria pregunta, si aceptaba a aquel hombre por esposo. Con voz serena y firme respondió ella:
-No lo acepto. No quiero casarme con él. Antes de aceptar este matrimonio entraré en un convento.
Ésas son mujeres.