Historias de muñecos (y muñecas)
-¿Cuántos ojos tienen ustedes los marcianos? -Dos. -Qué coincidencia: nosotros los hombres también tenemos dos. Y ¿cuántos brazos tienen? -Dos. -Qué coincidencia: nosotros los hombres también. Y ¿cuántas piernas?
-Dos. -Qué coincidencia: nosotros los hombres también. Y dígame: ¿qué les sucede a ustedes, los marcianos, cuando se hacen viejos? -Se nos bajan las antenitas. -Qué coincidencia: a nosotros los hombres también. Guardo recuerdos muy antiguos. Claro, no tan antiguos como el de Pepito. Se jactaba aquel tremendo niño de tener un recuerdo de 9 meses antes de nacer. Decía: “Me acuerdo de que fui a un día de campo con mi papá, y regresé con mi mamá”. Mis memorias son mayores de edad, pues datan de muy antes, y al mismo tiempo son niñas, pues toda evocación parece que es de ayer.
Uno de mis recuerdos inaugurales es el chiste que arriba puse -el de las antenitas-, seguramente el primer cuento rojo que en mi vida oí. Yo era un párvulo de 4 ó 5 años, y desde luego no supe que el chiste era pelado. Cuando lo repetía con infantil ingenuidad en las reuniones familiares, los tíos lo celebraban con grandes carcajadas, y las tías ocultaban el rostro entre las manos para reír sin que la risa se les viera. Quizá tal fue la semilla germinal de esta mi jubilosa vocación de juglar que a tantas bellas partes me ha llevado, y a tanta gente buena me ha hecho conocer.
El chiste aquel lo dijo Paco Miller en una función de variedades aquí, en Saltillo. Al oírlo la gente soltó la carcajada, y yo supuse que el chiste era muy bueno y que valía la pena contarlo. Por algo se reiría la gente. Paco Miller vino a nuestra ciudad a mediados de la década de los cuarentas. Traía un espectáculo cuyo atractivo principal era una troupe de changos que patinaban en patines (tal es la forma mejor de patinar), y al mismo tiempo le arrojaban al público cajetillas de cigarros, “Elegantes”, si no recuerdo mal.
Paco Miller es el mejor ventrílocuo que en este mundo ha habido. Cuando su tremendo muñeco don Roque enarcaba las hirsutas cejas y decía con su ronca voz: “¡Le rajo la cara a cualquiera!”, don Paco fingía enojarse por la falta de respeto al respetable, y metía al muñeco en su veliz. Don Roque seguía hablando desde adentro del veliz, y con voz apagada llenaba al ventrílocuo de horribles maldiciones. Paco Miller llamaba a un ayudante y le pedía que se llevara la maleta, y en ella al majadero. Y se iba alejando la voz de don Roque conforme el ayudante se alejaba. Estallaba, estruendosa, la ovación del público. Otras veces don Roque hablaba mientras don Paco bebía un vaso de agua. En ocasiones -¡hazaña portentosa!- cantaban ambos a dúo. Ya pocos recuerdan a Paco Miller y a don Roque. Yo lo imagino en ascensión al Cielo llevado de una mano por don Roque y de la otra a doña Marraqueta, su otra muñeca. Merece la eterna bienaventuranza ese hombre bueno que dio alegría a los humanos con sus muñecos. Eso nos compensa por la existencia de tantos encumbrados muñecos que andan por ahí jodiendo -como diría don Roque- a los humanos.