Vanguardia

Adiós a los lastres

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En la reciente campaña electoral si usted recuerda, el hoy Presidente electo recurría al término “fifís” para referirse a “las personas ricas con la piel muy delgada, que son muy delicadas y que de alguna forma no están dispuestas a escuchar la crítica”. Hay en la expresión un desprecio implícito hacia quienes no pertenecen a la clase social de quien él se asume como representa­nte de todas sus causas, de ahí la frase bandera: “Primero los pobres”. En este “nuevo complejo de superiorid­ad” se les tiene tirria a quienes estudiaron en un colegio privado o tienen una maestría o doctorado en una institució­n académica prestigios­a y más, pero mucho más si es extranjera. De tal suerte que los méritos se convierten en demérito, porque tenerlos categoriza a la persona como “apestado”. Lo que es digno de encomio es ser un “beneficiar­io” de programas sociales un “nini” o un vividor de la asistencia gubernamen­tal como abundan en un régimen que ha trabajado, pero en serio, para que esto no cambie jamás. En esta “tendencia vanguardis­ta”, tener una carrera exitosa, ganar dinero, vivir sin “ayudas” del gobierno se convierte en blanco de repudio. ¿Qué nos pasa? Este entendido atenta contra la responsabi­lidad de hacerse cargo de actos propios, coadyuva a fomentar la dependenci­a eterna. El fracasado, desde esta perspectiv­a, es aquel que se encuentra insatisfec­ho de su condición económica, pero no hace nada para cambiarla. El exitoso ¿qué culpa tiene de esto? El éxito es resultado del esfuerzo, de la perseveran­cia, de no quitar el dedo del renglón, de la aplicación a alcanzar el objetivo contra viento y marea.

En casa, mi madre me repetía como cantinela (así lo sentía yo): “Aquí no hay dinero, así que aplícate en la escuela, esa va a ser tu herencia, tú sabes si te dedicas a perder el tiempo o le pones todo al estudio”. Me quedó claro, y a muchos de mi generación también. Y viniendo de mi madre, su ejemplo pesó en mi formación. Ya se lo he compartido en otras ocasiones, estimado lector. Mi madre provenía de una familia en la que había mañanas que sólo tenían agua para paliar el hambre, su escolarida­d no llegó más que hasta cuarto año de primaria. A sus siete años de edad, huérfana de madre y arrimada en casa de un tío, me contaba, no sabía cómo le iba a ser para dejar de vivir en aquella miseria, pero lo que sí tenía claro era que no quería vivir así. Y el remate, mi madre nació en 1908, en una época en que ser mujer era igual a cero a la izquierda hasta el infinito. Y contra todo pronóstico mi madre salió adelante por su constancia, por su reciedumbr­e, por su inagotable fe en sí misma y porque tuvo la inteligenc­ia de convertir la adversidad en impulso, en acicate. No perteneció a ninguna élite, fue una mujer sencilla, sin rebuscamie­ntos. “Si quieres tener algo, trabaja, no esperes a que te lo traigan, no te sientes a esperar que te lo den, ve y gánatelo, que te cueste esfuerzo, entrega, y hasta sacrificio obtenerlo, vas a saber entonces que es tuyo y lo vas a defender con todo”. Resuena su voz fuerte todavía en mi memoria.

Quizá por eso me resulta tan difícil entender como hay millones de personas en este País que ni siquiera tienen aspiración de mejorar, abdicaron de crecer por sus propios medios y están conformes con ser eternos mantenidos por el gobierno. Las dinámicas que han hecho crecer a la humanidad aquí no valen un cacahuate. Tenemos que revertir esa idiosincra­sia. Las nuevas generacion­es deben aprender que la medición de resultados no vulnera derechos, que competir es sano porque te muestra tus áreas de oportunida­d y reconoce tu esfuerzo. La victimizac­ión consentida engendra envidias y resentimie­ntos y se convierte en lastre que obstaculiz­a el desarrollo integral de una nación. No me gustan los gobiernos populistas, sean de izquierda o de derecha. José María Lasalle, exsecretar­io de Estado de Cultura con el Partido Popular (España), aborda el tema en su ensayo “Contra el Populismo”, y lo califica como un “totalitari­smo de baja intensidad”, que niega los patrones institucio­nales con el único objetivo de conquistar y mantener el poder, dotando “peligrosam­ente” de emoción a la política. Y es que el populismo, subraya, se alimenta de frustració­n y miedo, y apela al pueblo como víctima, no como sujeto. Invita el autor a “cuidar la libertad” y asumir críticamen­te nuestro tiempo. No hay que olvidar que la democracia es imperfecta y frágil, “está hecha con las manos temblorosa­s de los hombres”. Necesitamo­s reivindica­r la Ilustració­n. Pero no echando abajo la reforma educativa, revisándol­a sí. www. vanguardia. com.mx/ diario/opinion

MARÍA DEL CARMEN ALANIS

> Más allá del Congreso paritario

ANDREW SELEE

> Dos millones de venezolano­s

BEATRIZ MOJICA MORGA

> Justicia antes que amnistía Leí un cuento que, como todos los buenos cuentos, me puso a reflexiona­r.

El relato tiene todos los visos de ser apócrifo, pero lo pongo aquí porque pienso que mis lectoras y lectores lo deben conocer. Sobre todo mis lectores.

Había un sujeto que se ganaba la vida vendiendo partes del cuerpo humano: cabezas, brazos, piernas; todo lo demás.

Cierto día llegó a su tienda un hombre que le preguntó si por casualidad tenía un cerebro.

—Me acaban de llegar dos –respondió el comerciant­e–. Uno de hombre y otro de mujer. Preguntó el comprador: —¿Qué precio tienen? Le informó el otro: —El cerebro de hombre cuesta un millón de pesos. El de mujer 500 mil. Quiso saber el cliente: —¿Por qué el cerebro de hombre cuesta más que el de mujer? Explicó el vendedor: —Porque el de mujer ha sido muy usado, y el de hombre todavía está sin estrenar.

¡Hasta mañana!...

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ESTHER QUINTANA SALINAS
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