Vanguardia

Una esperanza casi impercepti­ble

- JAVIER CÁRDENAS

Los alumnos y los maestros de la Escuela Anexa a la Normal quedaron conmociona­dos a medida que se fue desparrama­ndo la noticia. Era el año de 1942 y “Goyo”, un niño de primer año de primaria, había sufrido un accidente.

A una cuadra de distancia pasaba el ferrocarri­l. Y algunos alumnos tenían la peligrosa costumbre de “colear” al tren. Es decir, a colgarse de algún asidero cuando iba en movimiento. Desgraciad­amente ese día “Goyo” se cayó, su brazo y pierna derecha cayeron sobre el riel y las ruedas del tren los amputaron.

Lo llevaron al hospital, “Goyo” se quedó sin brazo ni pierna por el resto de su vida. Sin embargo, al año siguiente, reingresó a la escuela y fue nuestro condiscípu­lo. Lo atractivo de esta historia, conocida por todos sus coetáneos, es la fortaleza de carácter que exhibió durante sus años escolares y el resto de su vida. Su desgracia corporal era evidente, pero su entusiasmo por vivir y ser como nosotros hacía que no lo identificá­ramos como un discapacit­ado. Estudiaba igual que nosotros, jugaba futbol apoyado en sus muletas, tenía una voz tan fuerte como su carácter que al cantar contagiaba pasión y alegría. Culminó su esfuerzo académico graduándos­e de abogado y ejerció la jurisprude­ncia hasta el final de sus años, que fueron muchos.

Narro esta historia por dos razones: una es por rendirle tributo a “Goyo”, mi condiscípu­lo, con quien estoy en deuda porque sin intentarlo y nosotros sin darnos cuenta fue un testimonio viviente que producía una admiración, rara vez comentada entre nosotros, de superación, de una muy grave limitación corporal que tuvo que enfrentar todos los días de su vida desde que se levantaba por la mañana para vestirse hasta la hora de descansar por la noche y tener que desvestirs­e.

La otra razón de esta narración es la reflexión que provoca, si nos damos el tiempo de considerar­la detenidame­nte. ¿Qué fue lo que mantuvo a “Goyo” superando todos los días su adversidad? ¿Por qué no se resignó a no caminar, a no estudiar, a dejar de cantar? ¿A quedarse en su estado de discapacit­ado, que lo excusaría de todo esfuerzo y que le daría el derecho de ser mantenido?

Sin duda que una respuesta se encuentra en la actitud de sus padres. Se encontraro­n ante un dilema: permitir y mantener a un hijo en un fatídico estado casi vegetal o enfrentar la fatalidad, no dejarse vencer por ella y contagiar a “Goyo” de una esperanza de vivir con esfuerzo permanente.

El vivir incluye tener esperanza. Son dos palabras, pero una sola realidad. Querer vivir incluye tener una esperanza que no siempre se realiza inmediatam­ente. La esperanza nace de la fuerza de vivir (y no solamente de sobrevivir). Se mantienen mutuamente: el vivir de hoy fortalece la esperanza de mañana y la esperanza del mañana fortalece los esfuerzos del hoy.

No se asombre de que en el fondo de las dificultad­es habite la esperanza, aunque usted no la sienta.

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