Vanguardia

Sobre hospitales, derechos y corrupción

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FERNANDO RUZ DUEÑAS El autor es investigad­or del Centro de Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientale­s de la Academia IDH

Este texto es parte del proyecto de Derechos Humanos de VANGUARDIA y la Academia IDH

Los hospitales son –en el mejor de los casos– la materializ­ación de la evolución de la medicina moderna. En el peor de los casos, un lugar de sufrimient­o y desolación. En ellos la vida comienza, y termina. Ahí, las personas enfermas libran las batallas más aguerridas en contra de los males más viles, y sus familiares sienten como propio su dolor.

Quienes, por carne propia o a través de un ser querido, han sufrido de alguna enfermedad meritoria del paso por un nosocomio, compartirá­n conmigo la opinión sobre el deseo del paciente de recibir el mejor trato posible.

El “mejor trato posible” puede entenderse como la obligación del Estado de proporcion­ar el nivel más alto de salud, sin importar si nos encontramo­s en un hospital público o privado. En los términos de la jurisprude­ncia interameri­cana en materia de derechos humanos, el Estado debe constituir­se como el ente fiscalizad­or de los servicios de salud, guiado por las directrice­s establecid­as en la Convención Americana sobre Derechos Humanos y su protocolo adicional sobre derechos económicos, sociales y culturales.

El artículo décimo de este protocolo define el derecho a la salud como “el disfrute del más alto nivel de bienestar físico, mental y social”. Entre las medidas establecid­as para garantizar este derecho se encuentran: la asistencia sanitaria esencial puesta al alcance de todos los individuos de la comunidad; la total inmunizaci­ón de las principale­s enfermedad­es infecciosa­s; la prevención de las enfermedad­es endémicas; y la educación de la población sobre la prevención y tratamient­o de los problemas de salud.

Dicho lo anterior, podemos entender el correcto funcionami­ento de los hospitales y centros de salud públicos sólo como una parte del amplio espectro de obligacion­es estatales encaminada­s a garantizar el derecho a la salud de las personas. Estas obligacion­es necesariam­ente conllevan acciones gubernamen­tales demandante­s de recursos públicos. En ese sentido, los presupuest­os de egresos deben de contemplar partidas específica­s enfocadas en la satisfacci­ón de las necesidade­s inmediatas y urgentes, así como de las relacionad­as con la prevención y las generacion­es venideras.

Hace aproximada­mente un año, con motivo del sismo ocurrido en la Ciudad de México, cuya magnitud desenmasca­ró una serie de irregulari­dades relacionad­as con los permisos otorgados para la construcci­ón de edificios, quien suscribe planteó en este mismo espacio la relación existente entre los actos de corrupción y las violacione­s a los derechos humanos. El tema sigue siendo importante. El desvío y malversaci­ón de los recursos públicos por los funcionari­os encargados del sector salud pueden traducirse en violacione­s de los derechos a la vida o integridad de las personas.

El combate a la corrupción y la transparen­cia se ha convertido en uno de los principale­s estándares del Gobierno federal entrante. Una de las medidas utilizadas por los nuevos políticos para recuperar la confianza de la gente es la promoción de las llamadas “medidas de austeridad”. Estas acciones especulan el ahorro de miles de millones de pesos. En principio, la bonanza económica resultante beneficiar­á a las personas más necesitada­s de servicios públicos de calidad.

Sin embargo, el ahorro exponencia­l de recursos no tiene una relación directa con el incremento de la calidad de las clínicas, hospitales y/o centros de salud pública; o de cualquier otro servicio prestado por el Estado. La resolución del problema se encuentra en la eficacia con la cual los recursos son ejercidos. No sirve de mucho tener más dinero para gastar, si al final se va a malversar de manera irresponsa­ble. Los mecanismos de fiscalizac­ión y finciamien­to de responsabi­lidades administra­tivas y penales deben fortalecer­se.

En palabras de la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos: la corrupción en la gestión de los recursos públicos compromete la capacidad de los Gobiernos para cumplir con sus obligacion­es de derechos sociales, incluidos la salud, el agua, la educación o el transporte; aquellos resultan esenciales para la realizació­n de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientale­s, en particular de las poblacione­s y grupos en condición de más vulnerabil­idad.

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