Vanguardia

Las tejas en el suelo

Desde Juan Rulfo, el de un tal Pedro Páramo, el mío.

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Habitaban una casa con la mitad del techo caído. Las tejas en el suelo. El techo en el suelo. Así les gustaba; nada hacían por repararla. En los días de lluvia el cielo se fundía con la tierra; mojaba la sed de las yerbas empecinada­s a crecer entre el viejo piso de barro. Por las mañanas, la neblina penetraba el gran agujero hasta instalarse en cada uno de los rincones en la otra mitad. A los habitantes no les molestaba la presencia de aquella intrusa tempranera, al contrario, se servían de ella para ocultar la permanente desnudez de sus cuerpos. –¿Vives o mueres? –No lo tengo muy claro todavía. ¿Qué hay de ti?

–Creo que soy de los vivos. De otra manera no sentiría este hueco. –¿Hambre? –Podría ser. Aunque he oído decir que las sensacione­s corpóreas desaparece­n varios años después de la muerte.

–Es cierto eso. A los amputados les sigue doliendo el miembro perdido. –¿Será eso lo que nos pasa? –Vivos o muertos, ¡qué más da! En este mundo ya no se puede vivir.

Eulalia, una mujer con muchos años, y flaca, como si el pellejo le quedara grande, interrumpi­ó la conversaci­ón para avisar que había regresado. Era la criada, la única habitante de la casa que vestía ropas, la única que se atrevía a salir para traer noticias de lo que sucedía en las calles. Era quien se encargaba de mantener puertas y ventanas cerradas, de desaparece­r relojes y calendario­s para que, si entraba algún maleante, no descubrier­a que la casa estaba habitada.

–¡Qué bueno que llegaste, Eulalia! Nos tenías con el Jesús en la boca.

–Tardaste mucho, mujer, creímos que te había pasado algo.

La anciana les contó que afuera las matanzas no cesaban, que cada vez se veían más cuerpos colgados en los postes de la luz, que la ciudad se había convertido en un llanto permanente, y que las lágrimas se fundían con hilos de sangre que corrían por las cunetas.

–Ya viene el salitre –les decía una y otra vez abriendo mucho la boca de encías desdentada­s.

Una parvada de tordos pasó por encima del techo abierto, esos pájaros que anuncian el final del día. En la otra mitad de la casa un hombre y una mujer comenzaron a acariciars­e. Ellos tampoco sabían si eran de los vivos o de los muertos. Fueron los primeros habitantes. Para cuando llegó Eulalia a servir ahí, ellos ya no recordaban cuál era su parentesco, pero tampoco les importaba. La mujer, de formas sinuosas que olían a tierra húmeda, gustaba de llevar el cabello suelto para ocultar la excitación de sus senos cuando escuchaba el vuelo de las aves. Sus pies descalzos corrían de puntitas hacia la habitación, donde la negrura de sus ojos buscaba su reflejo entre los mapas de un espejo olvidado. Con un movimiento de sus manos se descubría los pechos, atoraba los rizos en sus pequeñas orejas dejándolos caer tras los hombros. Entonces ofrecía sus pezones endurecido­s a la boca de su amante, mientras en el cielo se oía el graznido cada vez más lejano de los tordos, y en la casa, los habitantes comenzaban a tomar su lugar, ocultos entre la bruma, para presenciar el ritual del deseo que se prolongaba tras la muerte –¿o ante la vida?–. Eulalia era la única que no se avenía como espectador­a en aquellos devaneos, que en cuanto comenzaban, mascullaba entre dientes: –Ya viene el salitre. Entonces se quitaba el chal y liberaba los primeros botones de su blusa porque el cuarto donde estaba se sentía caliente con el calor de los cuerpos.

Una mañana, cuando la niebla comenzó a disiparse y la humedad se instaló sobre las paredes y el barro del piso, Eulalia salió de la casa. Los moradores le dieron la bendición y le desearon un pronto y seguro regreso. Cada vez que la vieja partía, quedaban inmersos en un desasosieg­o que los mantenía en vilo. Temían que una bala perdida fuera a terminar con la vida de la única persona que –estaban ciertos– la tenía.

–Vuelvo antes de que llegue el salitre –les dijo al marcharse.

Para distraer el tiempo, los habitantes formaron corros en los que comenzaron a discutir sobre sus dos temas predilecto­s: la inmortalid­ad de las almas y la corrupción de los cuerpos.

El sol comenzaba a descender cuando escucharon los pasos. No se trataba del caminar sigiloso de la anciana, sino de pasos firmes y pesados que se aproximaba­n cada vez más. Un ruido sordo cimbró la madera podrida de la puerta. Los habitantes corrieron a ocultarse en el fondo de la casa. Desde ahí escucharon las voces. Temblaban abrazados. Los ecos de las pisadas cincelaban sus oídos. Iban hacia ellos.

–¡Acá están! –gritó uno que, por su estatura y la gravedad de su voz, debía ser el jefe.

Los de afuera entraron a una habitación donde el salitre escurría de las paredes e inundaba el suelo. Los cuerpos desnudos estaban cubiertos de aquella sustancia que daba a sus pieles un aspecto de terciopelo blanco.

La casa en ruinas de la difunta Eulalia Martínez quedó vacía, sin cuerpos entrelazad­os, sin el reflejo de pechos dispuestos, ciega de recuerdos. Tras el golpe seco de la puerta cerrada para siempre, la casa comenzó a desmoronar­se como si fuera un montón de piedras.

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ESMIRNA BARRERA

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