Vanguardia

La guerra

La estrella de la patria se eclipsaba por entonces, habían llegado los tiempos de la adversidad. Ignacio Manuel Altamirano

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1864. —Enero. —Los franceses en la capital. —La República de Juárez sale de San Luis. —El ejército mexicano se dispersa. —Bazaine toma Guadalajar­a. —Pérdida de Oaxaca. —Díaz escapa de la cárcel de Puebla. —Los personeros de Santiago Vidaurri. —Una mentada República de la Sierra Madre. —Cañón de San Lorenzo. —Juárez entra a Saltillo. C

on la llegada de la primera brigada de la guardia presidenci­al al frente del general Doblado, el rumor se confirma: Juárez se acerca a la ciudad. Lo espera Margarita, quien está ahí desde noviembre. Es sólo el comienzo de los años aciagos de la República vagabunda. La República saltimbanq­ui. La República a salto de mata. La República fugitiva. Que llegó a San Luis dando tumbos desde México. Que pasó la Navidad en Wadle y apenas brindó por la llegada del año nuevo en un paraje de las cercanías, bajo un aire helado. Siguió a Matehuala. Luego se encaminó a Saltillo por esos rumbos del desierto. Son los tiempos de la República pueblerina, los mismos del Segundo Imperio Mexicano.

Tras la caída de la Puebla de Todos los Ángeles —que resistió más de un año el sitio de los franceses—, presos todos los generales y coroneles mexicanos, el 10 de junio de 1863, el ejército más poderoso del mundo entró a la tantas veces perdida y vuelta a ganar Ciudad de México. Ese mismo día se instituyó el cambio de régimen de República a Monarquía. Se publicó el bando y entraron en vigor leyes aún no escritas. El subsecuent­e destino de derrotas para los mexicanos obligó al carruaje del presidente irse a refugiar allá —cada vez más allá—, a la boca abierta de los desiertos del Norte de México: una tierra inhóspita e inimaginad­a para el indio oaxaqueño. Son los años de las dos naciones, de los dos gobiernos: son los años de la guerra.

Va la calesilla presidenci­al y dos cada vez más gastados carruajes en los que se alternan unos y otros. De tanto en tanto, alguno anda a caballo para descansar del golpeteo de los coches por esos caminos áridos y pedregosos. Allá, en Saltillo, el pueblo todo ha estado yendo y viniendo desde muy temprano de la plaza al despacho del ayuntamien­to: para enterarse a qué horas llega el presidente.

A las once con veintitrés minutos de la mañana —Prieto revisó su

reloj— el carruaje cruzó por el último trecho del entramado de pinos que hay por ahí: extensione­s de bosque tendidas a las faldas de los cerros que se adhieren a la Sierra. Tras el último rasero arbolado, se les abrió de par en par la Sierra Madre. El aire sopló delgado y frío y tan transparen­te, que por un momento la visión fue confusa entre lo que se encontraba lejos o cerca: lo uno se parecía a lo otro. Las crestas más altas de Zapalinamé estaban cubiertas de una capa irregular de nieve. Un ánimo cálido, sin embargo, apacible se apoderó del espíritu de aquellos hombres. El cielo estaba despejado y el sol surtía de una tibieza suficiente. Por ese momento todo fue trote de caballos. Se acallaron las voces. Los jinetes de todos los rangos, sin orden alguno y a destiempo, descansaro­n las riendas sobre el lomo de los animales que ahora iban animados sólo por su propio impulso. El trote se hizo lento. Una hebra de nubes se dibujó arriba, sobre un azul casi turquesa. Un azul todo azul.

Llegaron a San Lorenzo. Ahí los recibió un escándalo de pericos. Eso era aquello. Un griterío verde revolotean­do sobre sus cabezas. El valle se fue abriendo por un camino que parecía dar una vuelta. Y una vez hecho esto, se encontraro­n en aquella pendiente que va a la Villa del Santiago. De un lado, un tendido de trampas hundidas de tajo en medio de lomeríos: tierra que lleva a pequeños barrancos

de arcilla. Del otro, la muralla hecha cuenco; y allá arriba, cientos de pericos volando en ese pedazo de cielo. Y la sierra partida como con un hacha, haciendo requiebros por un sendero de gobernador­a y espinocill­a. De ahí se desprende la Sierra de Zapalinamé: blanca y azul, tendidas bajo la luz transparen­te. A lo lejos, abajo, el valle y la pequeña ciudad. Un poblado en forma de corazón tirado en medio de la nada, cruzado de pequeños arroyos que espejean contra el cielo. Y al fondo, un par de cerros secos y pedregosos.

Pasó entonces una verdirroja nube de pericos. Desde ahí pudieron apreciar perfectame­nte las dos plazas: dos espacios gordos sin mucho alrededor. Sobresale entre todo, un redondel, una plaza de toros. Lo demás son casas de un solo piso y las torres de cuatro iglesias: la de Santiago, la de San Juan, la de San Esteban y la de San Francisco. El grito de los loros va quedando atrás, con su escandaler­a. Después de esa primera visión torcieron el camino para llegar a lo que se conoce ahí como la Hacienda de Landín, donde los espera el alcalde y un grupo de fuerzas leales quienes habrán de conducirlo a la plaza.

Landín tiene un paraje de sombra cerrada por la cantidad de sauces, pirules y álamos que hay. Tres arroyos corren muy poco antes de llegar al casco de la hacienda. Tienen a lo más un pie de profundida­d y el agua es saludable. Ahí bajaron a refrescars­e un poco. A Benito le agrada aquel lugar y ha ordenado detenerse. Se detienen. Bajan unos, desmontan los otros. El agua está demasiado fría para meter los pies o darse un chapuzón. Sin embargo, obra milagros remojarse la cara o sorber un buen trago. Los soldados han improvisad­o una mesa con restos de baúles y tablas de carreta cubiertas de raso. La presidenci­a lleva tres sillas ordinarias que soldados rasos colocan en torno a la mesa. Troncos y enormes rocas a la orilla del arroyo completan el sitio. De allá, de la hacienda, se ven venir dos peones con tres o cuatro sillas más. Al poco rato llegan también varias mujeres con ollas de café caliente, champurrad­o y tamales. Todos prueban ávidamente.

El alcalde de Saltillo quiere enterarles del ánimo de la ciudad. Benito le pregunta por Margarita, por sus hijos. ¿Todos bien? Sí, todos buenos. Que cómo le fue de viaje. Que qué necesitan. Que aquí están las últimas notificaci­ones: dos de urgente, las demás de ordinario. Que cómo se llama este paraje y cómo aquel otro. Del otro lado, un poco más allá de la tierra en la que están parados, corre un arroyo grande, por una cañada de tierra colorada y quebradiza. Que no. Que no es bueno andarse por ahí. Es peligroso, primero por los apaches y segunda porque es tierra que no se está firme, que se parte. Que ese que se ve desde ahí es el “Cerro del Pueblo”, así le llaman, la gente. Que qué hay detrás de las montañas. No. Monterrey está para allá. Del otro lado. Que por éste lado se allá se va a Patos; por ahí, a Monclova. Y ahí por donde ustedes vienen, pues ya sabrá, está Matehuala, San Luis. Que muéstreme los planos. Los que quedan. ¿Cómo los que quedan?

Don Benito fuma plácidamen­te mientras escucha las preguntas de Prieto y las respuestas del alcalde. Guillermo quiere saber de plantas, de los cactus que encontraro­n en el camino. El alcalde no sabe de plantas ni de cactus ni de nada de eso. Para doña Toña, en el pueblo, sí; o doña Irma. Que sí. Que así está por acá esta época. Que es suficiente. Don Benito ha escuchado demasiado. Además, le han entrado unas ansias tremendas de ver a Margarita.

—Es hora de irnos, caballeros — dice, y da el último sorbo a su café.

El presidente Juárez llegó a Saltillo el día nueve de enero poco después de mediodía. Lo acompañan Guillermo Prieto, Tejada, Zarco, Degollado y José María Iglesias. Entró el negro carruaje a la Villa del Santiago del Saltillo. Lo custodian un puñado de fuerzas vivas de la República y las leales de Saltillo. Doña Margarita está embarazada. Benito la examinó antes de abrazarla con muchas precaucion­es.

—¿Cómo te has sentido? ¿Cómo te trata esta gente?

La luz de la tarde pintó una sonrisa en sus labios; él la tomó del brazo y se echaron a andar.

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 ?? Víctor Palomo ?? (Saltillo, Coah., 1969) Autor de los libros de poesía Cartas de Amor para la Señorita Frankenste­in (1999) y Vigilancia­s: poemas y canciones (2015). Ha sido incluido en diversas antologías. Ganador del Premio Nacional de Novela “Ignacio Manuel Altamirano” 2016 por su novela El pasado, de la cual se presenta este fragmento. POETA Y EDITOR
Víctor Palomo (Saltillo, Coah., 1969) Autor de los libros de poesía Cartas de Amor para la Señorita Frankenste­in (1999) y Vigilancia­s: poemas y canciones (2015). Ha sido incluido en diversas antologías. Ganador del Premio Nacional de Novela “Ignacio Manuel Altamirano” 2016 por su novela El pasado, de la cual se presenta este fragmento. POETA Y EDITOR

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