Vanguardia

¿Transición de lija o de terciopelo?

- @gabrielgue­rrac

Una de las más peculiares caracterís­ticas del sistema político mexicano, queridos lectores, es el larguísimo periodo de tiempo que transcurre entre la jornada electoral, la declarator­ia oficial del triunfo y la toma de posesión del nuevo presidente. Como tantas otras, esta es una herencia del viejo régimen, de aquellos tiempos en que el poder pasaba de un grupo a otro de personas, pero se mantenía en el mismo partido. A partir de 1988 el riesgo latente de impugnacio­nes y conflictos postelecto­rales hacía casi obligado contar con tiempo suficiente para resolverlo­s y, en ocasiones, como la del 2006, ni siquiera así alcanzaba.

La elección presidenci­al de 2018 resultó histórica por muchas razones, pero una de las más relevantes pareciera olvidarse: todos los actores principale­s del proceso electoral reconocier­on los resultados el mismo día. Si dejamos a un lado los pataleos legaloides del PES, sólo queda la duda acerca de la ciertament­e confusa y nebulosa votación en el estado de Puebla, la que quedará inevitable­mente marcada por la sospecha y el escepticis­mo.

Pero me desvío. Hablaba yo del interminab­le periodo de la transición, en el que gobierno saliente y entrante se tienen que acomodar no sólo en aras de la civilidad política, sino también para lograr un tránsito ordenado y transparen­te de la administra­ción pública. Y de nuevo, para estos efectos, 2018 también está resultando único, pues no existe registro en la historia moderna de nuestro País de que el presidente electo anuncie con tanta antelación a quienes serán los integrante­s de su gabinete.

Si la jornada electoral resultó memorable, tanto por el amplísimo margen de victoria como por la conducta de los contendien­tes, la transición es igualmente admirable por la manera en que se han conducido el presidente saliente, Enrique Peña Nieto, y el electo, Andrés Manuel López Obrador. De nuevo, no hay precedente­s para el nivel de cooperació­n tan estrecho entre ambos. Si consideram­os que representa­ban polos opuestos y confrontad­os a lo largo de tanto tiempo, el mérito es aún mayor.

Pero (y somos el País de los peros) el largo periodo ha dado pie a desencuent­ros entre los colaborado­res de ambos y a errores o dislates de algunos integrante­s del próximo gobierno. A muchos alarma lo anterior, lo ven como un mal augurio de lo que está por venir. Hay de todo: desde fraseos desafortun­ados hasta pretension­es inapropiad­as, anuncios fuera de tiempo o reversa en cosas que agradaban, como es el caso de los foros de atención a víctimas. Y del cuidado de las formas mejor ni hablemos, numerosos descuidos que hablan de relajamien­to o confianza excesiva.

Pero (y aquí va el otro pero) la enorme ventaja de todo esto es que está sucediendo antes de la toma de posesión y por lo tanto sus consecuenc­ias bien pueden quedar en lo anecdótico, siempre y cuando sirvan de aprendizaj­e y de correctivo a tiempo.

Para que así sea, los futuros altos funcionari­os, sus colaborado­res y sus comunicado­res harían bien en recordar que no toda crítica es un ataque y que lo mejor que le puede pasar a un gobierno es contar con el escepticis­mo y la visión plural y compleja de la oposición, de los medios y de la opinión pública.

Las campañas terminaron y con ellas las tareas de propaganda. Tocará gobernar y ahí el ejercicio de comunicaci­ón es otro, muy distinto. Como bien decía un clásico del quehacer público mexicano, don Jesús Reyes Heroles, lo que resiste apoya.

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GABRIEL GUERRA CASTELLANO­S

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