Vanguardia

Si al cielo quieres ir…

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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La semana pasada fui a Tampico. Lo que más me gusta de la bella ciudad, aparte de su gente, es su comida. Ya he dicho que ese puerto tamaulipec­o es a mi juicio uno de los seis lugares del país donde mejor se come. Los otros cinco son la Ciudad de México, Puebla, Oaxaca, Mérida y mi casa, que es la tuya. Fui, como siempre lo hago, a la catedral. Ya no tiene el piso decorado con suásticas que tanto llamaba la atención de los visitantes –y es bueno que lo hayan quitado-, pero conserva uno de los más bellos via crucis que he visto en mis andanzas por los templos de nuestro país y de otras partes. Ofrece además una tienda de artículos religiosos donde hallo siempre cosas interesant­es. En esta ocasión encontré la letra y música de un himno que muchas veces oí cantar en mi niñez: “Al cielo quiero ir”. Su expresivo coro dice así: “Al cielo, al cielo, al cielo quiero ir. Al cielo, al cielo, al cielo quiero ir”. No cabe duda: quien canta ese himno al cielo quiere ir. He aquí algunas de sus estrofas: “Si al cielo quieres ir / no odies ni aborrezcas. / Guardar debes las fiestas / y a misa has de asistir”.

“Si al cielo quieres ir / respeta a tus mayores. / A hijos e inferiores / los debes instruir”.

“Si al cielo quieres ir / no dañes ni aborrezcas. / No debes maldecir, / ni mal ejemplo ofrezcas”.

“Si al cielo quieres ir / detesta a la impureza. Del vicio con presteza / procura siempre huir”

Y esta otra estrofa, de bastante aplicación en la vida pública de México:

“Si al cielo quieres ir / del robo huir procura / porque es gran desventura / como un ladrón morir”.

A más de ese himno, recetario de la salvación, encontré igualmente la oración al Justo Juez, ahora muy olvidada pero necesarísi­ma en estos días que corren:

“…Líbrame, Señor, de caminos peligrosos, de ríos caudalosos, de cárceles y otras prisiones, del demonio y sus satélites, de ladrones, de malas lenguas y falsos testimonio­s. Haz que mis enemigos no tengan ojos para verme, ni pies para alcanzarme, ni manos para cogerme, ni lengua para hablar mal de mí. Y si quieren herirme, que su lanza se quiebre, su sable se rompa, su cuchillo se doble, su arma de fuego no dispare. Escóndeme, Señor, dentro de la llaga de tu santísimo costado, y líbrame de todo mal en los caminos, en mi casa, en la calle y en todas partes. Amén”.

Cambian los tiempos –eso, y pasar, es lo que mejor saben hacer los muy canallas- y no se rezan ya esas oraciones ni se cantan himnos como aquél de “Al cielo, al cielo, al cielo quiero ir”. Permanece, sin embargo, nuestra indigencia ante los males que son anejos a la vida humana. Frente a ellos somos impotentes. Volvemos entonces los ojos, igual que hicieron los hombres de los pasados siglos, a un poder superior a nosotros, y le pedimos protección y consuelo. “De profundis clamavi ad te, Domine”. Eso no cambia.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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