Vanguardia

La voz de los árboles

- (Fragmento de la novela/ Traducción Juanjo Estrella)

Otra vez estaban peleándose por las manzanas. Él quería cultivar más manzanas de mesa, para comer; ella, de sidra, para beber. Habían ensayado la discusión con tanta frecuencia que los dosya desempeñab­an sus papeles a la perfección. Las palabras, monótonas y fluidas, los envolvían: las habían oído las suficiente­s veces como para no tener que escuchar más.

Lo que distinguía en esta ocasión la discusión agridulce no era que James Goodenough estuviera cansado; siempre

estaba cansado. Entresacar una vida del Pantano Negro agotaba a cualquiera. No era que Sadie Goodenough tuviera resaca; tenía resaca con frecuencia. La diferencia consistía en que John Chapman había estado con ellos la noche anterior. De toda la familia Goodenough, solo Sadie se quedó despierta hasta la madrugada escuchándo­lo y tirando de vez en cuandopiña­s de pino al fuego para avivarlo. La chispa en los ojos de John y en su barriga y sabe Dios dónde más prendían en ella como la llama que salta de una viruta de madera a otra. Siempre se sentía más contenta, más atrevida y más segura de sí misma después de cada visita de John Chapman.

A pesar del cansancio, James no podía dormir porque la voz de John Chapman taladraba el aire de la cabaña con la persistenc­ia de un mosquito de la ciénaga. Lo habría conseguido si se hubiera ido con sus hijos al desván, pero no quería dejar la cama que estaba enfrente de la chimenea a modo de invitación. Tras veinte años juntos, ya no deseaba a Sadie como antes, sobre todo desde que el aguardient­e de manzana había

sacado a la luz su faceta más perversa, pero cuando John Chapman iba a ver a los Good nough, James se fijaba, aun sin querer, en la forma de los pechos de Sadie bajo el raído vestido azul y lo sorprendía su cintura, más ancha pero todavía intacta después de diez hijos. No sabía si John Chapman también se fijaba en esas cosas: a sus más de sesenta años, aún era delgado y fuerte, a pesar del gris acero de su pelo despeinado. Ni lo sabía ni quería averiguarl­o. John Chapman se dedicaba al negocio de las manzanas y recorría los ríos de Ohio a golpe de remo en dos c noas cargadas de manzanos que vendía a los colonos. La primera vez que apareció, los Goodenough acababan de llegar al Pantano Negro. Llevaba su cargamento de árboles y les recordó con amabilidad que, supuestame­nte, debían cultivar cincuenta árboles frutales en el plazo de tres años si querían reclamar legalmente la tierra. A ojos de la ley,

un huerto era clara señal de que un colono tenía intención de quedarse. James le compró veinte árboles en el acto.

No quería echarle la culpa a John Chapman de las desgracias que les habían sobrevenid­o después, pero de vez en cuando recordaba aquella primera venta y torcía el gesto. Chapman tenía en oferta plántulas de un año y plantones de tres, el triple de caros que las plántulas, pero que darían fruto dos años antes. Si hubiera sido sensato –¡y lo era!–, James habría comprado cincuenta de los más baratos, habría limpiado un pedazo de tierra para semillero y los habría dejado crecer mientras en sus ratos libres desbrozaba metódicame­nte otro terreno para un huerto, pero eso habría supuesto pasarse cinco años sin probar las manzanas. James Goodenough no se sentía capaz de soportar esa carencia tanto tiempo, en medio de la miseria del Pantano Negro, con sus aguas estancadas, la peste a podredumbr­e y a moho, y el espeso barro negro que no salía ni frotando de la piel y de la ropa. Necesitaba ese sabor para endulzar la pena de haber acab do allí. Cultivar plantones suponía tener manzanas dos años antes, así que compró veinte que en realidad no se podía permitir y sacó un tiempo que realmente no tenía para desbrozar un pedazo de tierra donde plantarlos.

Con eso se retrasó en la siembra de cereales, de modo que la primera cosecha fue escasa y se m tieron en unas deudas que nueve años después aún seguía pagando.

–Son mis árboles –insistía Sadie, reclamando una hilera de diez manzanos de sidra que James tenía pensado injertar en manzanos de mesa–. Me los dio John Chapman hace cuatro años. Se lo preguntas cuando vuelva, que se acordará. Ni te atrevas a tocarlos. Agarró un cuchillo y se puso a cortar lonchas de jamón para la cena.

–Las plántulas se las compramos. No te las regaló. Chapman no regala árboles, solo semillas… Las plántulas y los plantones tienen demasiado valor para que los regale. Además, no tienes razón. Esos árboles son demasiado grandes para haber crecido de semillas plantadas hace cuatro años. Y no son tuyos. Son de la granja.

James se daba cuenta de que su mujer hacía o dos sordos a sus palabras, pero siguió soltando una frase detrás de otra, sin poder remediarlo, intentando que lo escuchara.

Le fastidiaba que Sadie se empeñara en ser la dueña de ciertos árboles del huerto cuando ni s quiera era capaz de contar su historia. En realidad, no era tan difícil recordar los detalles de treinta y ocho árboles.

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