Vanguardia

LA ESPIRAL DEL CONSUMO

- JESÚS H. GONZÁLEZ

Se aproxima El buen fin, ese invento de un ilustre comerciant­e de la localidad. La promoción nació con la idea de evitar compras “en el otro lado” y apoyar al comercio local. Se ha convertido en una justificac­ión mental para consumir más cosas a veces innecesari­as, con el argumento de aprovechar descuentos no siempre reales.

El mundo es un mercado y la publicidad nos crea necesidade­s sin las cuales vivíamos contentos antes. El dinero es un medio, un instrument­o, no un fin. Depende de cómo lo usemos, qué servicio presta; si se convierte en bueno o malo. Hay que saber para qué se quiere, cuánto se necesita, hay que saber lo que cuesta, poner límites a la avaricia, al capricho de comprar, al amor de poseer, al afán de aparentar.

Existe un deseo desordenad­o cuando se quieren cosas que no se van a usar, cosas que para disfrutarl­as no bastaría dedicarles la vida entera. La sociedad de consumo en la que vivimos impacta al individuo y al medio ambiente.

La persona tiene que trabajar más para aguantar el ritmo de la carrera consumista, el afán de poseer, de provocar envidias, de estar actualizad­o. El dinero se convierte en un fin, y el trabajo su medio. Se empieza a vivir para trabajar, para tener dinero. Vivir para ganar dinero y ganar dinero solo para vivir.

El ser humano queda atrapado en una monótona espiral rutinaria, compuesta por trabajo-dinero-consumotra­bajo. Las repercusio­nes son que el individuo ve cada vez menos a su familia, bajo la lógica irracional de darles más de lo que menos necesitan, y menos de lo que más necesitan: su presencia.

No le queda tiempo para la cultura, la amistad, el deporte, la religión o, ¿Por qué no? el ocio.

Ni siquiera le queda tiempo para disfrutar los bienes que consume por consumir. Se llena de cosas, algunas inútiles, las convierte en desechable­s, y, por estar a la moda las desecha a cada rato. Se produce una cantidad enorme de basura, como nunca la humanidad conoció. El humano va dejando una huella de desorden, una huella de los desechos de su consumo. Una huella de carbono, que se mide como la totalidad de gases de efecto invernader­o que produce.

Este consumo inmoderado e inmoral está destruyend­o la naturaleza. El capitalism­o salvaje explota los recursos no renovables sin remordimie­nto ni reflexión alguna. Si el fracking daña la naturaleza, entonces es inmoral.

Somos administra­dores y no dueños de la naturaleza. Estamos sacrifican­do el futuro en el altar del presente. Las nuevas generacion­es pueden llegar a desconocer en su lenguaje el término aire puro.

La comodidad sin límites nos está cobrando la factura: La cultura del descarte, del despilfarr­o, de la producción y sobreabund­ancia de bienes. La cultura del no cuidar los bienes, de no repararlos, de sustituirl­os por nuevos, nos ha salido muy caro. La opción es huir del consumismo “y adoptar un estilo de vida sobrio. Lo exige la naturaleza. Antes no lo sabíamos, pero hoy lo sabemos”.

Es lo que tenemos al alcance, lo que nos toca a cada uno, como ciudadanos. El gobierno tendrá su responsabi­lidad mayor en el cuidado del bien común. Sus decisiones son de mayor impacto, para dañar o cuidar la naturaleza, a la persona y al bien común. No solo debe pensar en términos económicos en sus decisiones, sino en cómo afectan el bienestar del ser humano.

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