Vanguardia

LITOGRAFÍA­S

- JAVIER TREVIÑO CASTRO

Una hora por encima del dolor. Tomas Tranströme­r

MEDUSAS No es extraño despertar y no recordar lo soñado pero saber que se soñó. Esta madrugada abrí los ojos como si alguien me hubiese llamado por mi nombre. Al instante, las imágenes de un sueño textil, ondulado, abstracto, apareciero­n en el teatro mental de la memoria. Todo estaba ahí, casi frente a mí, tan nítido como si continuara dentro del sueño. No había trama. O al menos, no la recordaba. Sólo se mantenían presentes esa suerte de dunas coloridas, lentamente movedizas.

No volví a acordarme del sueño durante el resto del día. Me ocupé en las innumerabl­es tareas cotidianas que saturan la vida de todos. Por la noche, al colocar la cabeza sobre mi almohada, quise evocar el sueño que había tenido la madrugada anterior. Quise reconstrui­rlo desde su origen más recóndito.

No pude, por supuesto. Ni siquiera recordé el color de las ondulacion­es. Sólo eso me quedó del sueño: dunas, extraños y delicados textiles que se hinchaban y movían como esquivas medusas en el fondo de un mar desconocid­o.

OCTUBRE Sentir frío se parece a la orfandad. Anoche me cubrí con dos mantas gruesas y pensé en mi hermano. Hubiera querido decirle que no se preocupara más, que todo pasará, que todo va a estar bien.

Pero no hay ansiolític­os que puedan abatir la espinosa piel de la ansiedad, su sudor frío, su certeza de que algo inminente está a punto de ocurrir.

El elíxir de la vida es eso: la sustancia que torna la realidad en sueño benévolo, el brebaje que nos permite soportar lo que hemos hecho de la vida.

Tengo mucho frío, pienso en la orfandad, en mi hermano y dependo de un azar que alguien manipula desde no sé dónde. HECES Sobre un denso montículo de heces un ser minúsculo me habla a solas en un idioma que no conozco.

Los hechos suceden dentro del rectángulo de una pantalla: me veo de espaldas, oyéndolo con atención y con angustia.

El ser minúsculo sigue hablando. Comprendo que su discurso es una exhortació­n. Sobre su promontori­o de heces gelatinosa­s que expele tranquilam­ente, sus bracitos adoptan actitudes sagradas; sus ojillos me miran sin expresión definida.

Y su locuaz defecación es tan larga que hace crecer el montículo y me obliga a mirar su rostro como si contemplar­a una pequeña pirámide. Y mientras sus heces se elevan –brillante escultura laqueada- él habla, habla desde la cima como un malabarist­a búdico, habla en un idioma que sigo sin entender. BACH Sigo el dibujo de las notas. El caracol de la oreja, diría el poeta. Por los meandros de ese caracol viaja lo que escucho. Entra. No sé qué mueve en mi materia cerebral, no sé qué pincha, pero notas y estocadas revientan en las cámaras intracrane­ales y, de paso, en todo mi organismo, algo que puedo bien llamar una sensación de nostalgia.

Un anatomista, un fisiólogo, acaso un psiquiatra podría explicar este fenómeno. Como todo ahora parece tener una explicació­n cibernétic­a y lógica, no es necesario hundirse en un mar de congojas. La química podrá solucionar­lo.

O, al menos, despistar al cerebro para no hacer sufrir al doliente.

Una recomendac­ión: no escuchar más a Bach. Nunca más a Bach.

OTOÑO Me dice: “Ahí están las hojas otra vez”. Finjo tomar la frase a la ligera. Miro la primera hojarasca a través de la ventana. Sonrío y por el momento no abro la boca, pero querría echarme en sus brazos y decirle que aún está a tiempo, que todavía puede abandonar todo esto y huir, que podría evitar tantos golpes bajos, que no espere el otoño próximo.

“Ah, sí –digo por fin con frivolidad-, es una molestia, ¿verdad? En este tiempo todo queda hecho una alfombra de hojarasca… Parece muy romántico, pero cuando llega la hora de limpiar…”. Y ambos reímos. Porque las cosas que duelen mucho suelen ocultarse entre las palabras cotidianas, las salvíficas palabras de todos los días, esa otra hojarasca.

PERIPLO El feto de la escena. La representa­ción. El indispensa­ble engaño.

La punta de la aguja sobre la trama. El pespunte. Una historia que no se cuenta sino debajo de la historia. La historia no contada pero presente.

El sentido del interlinea­do. La liebre que salta entre la maleza del idioma. Los matorrales de la percepción, siempre despistada.

La escena del feto, no olvidarla. La escena suprimida. La que habría que anular.

El no redondo viaje: estoy, no estoy.

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