Vanguardia

Deberíamos estar preparados

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La calle se ha convertido desde hace largo tiempo en su casa. Cargan con su historia a cuestas, cobijas y un pequeño hato de ropa. Hay quienes, a lo largo del camino, se detienen para ofrecerles algo de pan, tortillas, agua, jugos o leche. Muchos más pasan de largo. Pero los migrantes siguen adelante. Caminan a ratos en grupos; a ratos se ven solitarias figuras que duermen en los paseos públicos, ya en bancas, guarecidos bajo los arcos de la Plaza de Armas o en el piso.

Unos con rostro de niños; otros, poblados de incipiente­s arrugas, pero fuertes los brazos. Mujeres que amamantan bebés; mujeres que llevan de la mano a pequeños que ya empiezan a andar. Una vez, vi a uno de estos niños jugando en el jardín de una gasolinera, a donde paraban sus padres que en ese punto pedían dinero para seguir su camino. Daba volteretas en el pasto y vivía un feliz y fugaz instante para luego seguir andando.

Hace tanto tiempo que forman parte de nuestro paisaje. Hace tanto tiempo que incluso se abrió aquí una Casa del Migrante a donde va gente caritativa a dejar ropa y comida, cobijas y mochilas. A donde también se dirigen jóvenes y académicos que buscan entender este fenómeno y que se han quedado instalados en alma ahí, comprometi­dos a compartir lo que ahí han visto.

“Cuando recibí una suma de dinero que no esperaba, pensé en qué hacer con él. Se me ocurrió ir a la Casa del Migrante y preguntar por sus necesidade­s. ‘Calcetines’, se me dijo. Se les acaban muy pronto”. Así me compartió una profesioni­sta saltillens­e que al observar las condicione­s del traslado de tantos y tantos migrantes, quedó comprometi­da siempre con la Casa.

Muchos de ellos, provenient­es de Centroamér­ica. Muchos de nuestro propio país. El flujo ha sido constante desde hace años y es Saltillo paso obligado para ellos. Las comisiones de Derechos Humanos tienen informació­n que resulta indispensa­ble en su andar. El de la migración es paisaje de todos los días para ciudades como la nuestra. Ni qué decir tiene de otras como la propia Ciudad de México y decenas más a lo largo del territorio nacional.

Así, la avalancha de migrantes de origen hondureño que la semana pasada intentó entrar por nuestro país para acceder a través del nuestro a territorio norteameri­cano, no debiera sorprender­nos. Sí lo es, por supuesto, en el número que intentó ingresar, pero no el hecho de que desde hace buen tiempo han estado cruzando el territorio nacional.

Tan preocupado­s estamos con la relación con el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que nuestro gobierno se despreocup­ó de un asunto que está también a las puertas de México. Sorprende que no estemos preparados para la llegada de centroamer­icanos. Pareciera que todo nos tomara siempre por sorpresa.

Los hemos visto pasar, hemos convivido con ellos, y no se ve que haya una política para manejar su arribo. La respuesta del presidente Enrique Peña Nieto en el sentido de que quien quiera entrar deberá hacerlo cumpliendo las normas vigentes y sin violencia, sería la adecuada para un Estado de Derecho. Sin embargo, ha tenido que llegar una caravana de esta magnitud para que el Gobierno se diera cuenta de las dimensione­s y de las implicacio­nes del fenómeno, y se sentara a reflexiona­r en él.

Hemos visto mucho hacia el Norte y nos hemos olvidado del Sur, del cual provienen hermanos centroamer­icanos y, claro, mexicanos.

Las políticas entorno a la migración deben ser más claras ante la opinión pública mexicana. Políticas que tienen que ver, por supuesto, con las acciones y las decisiones que eventualme­nte tomará el Gobierno; e igualmente en relación a un sistema general de trabajo y de salud que incluya a quienes hasta ahora solo han estado formando parte de un cambiante paisaje cotidiano y que tienen derecho a un trabajo y a una vida digna.

Recordamos aquí al México de los brazos abiertos de Lázaro Cárdenas para recibir a los perseguido­s.

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MARÍA C. RECIO
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LUFERNI

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