Vanguardia

Plaza de almas

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Espero que nunca te suceda que estés en la recámara de una mujer casada y de repente se abra la puerta y entre su marido. A mí me pasó eso una vez y, créeme, la situación es sumamente incómoda. Si te digo en este momento cómo acabó ese episodio de mi vida no me lo vas a creer. Por eso, antes de contarte el final, voy a darte los antecedent­es del suceso. Ya sabes, sobrino, que tu tío Felipe, o sea yo, fue siempre muy aventurero. Mi mamá solía decir que daba gracias a Dios de que no hubiera sido yo mujer, pues habría tenido una docena de hijos, todos de diferente padre. A los 20 años me propuse conocer la República viajando de aventón. Entonces no había los riesgos que hay ahora. Eso sí: tenía que escuchar los sermones morales que indefectib­lemente me asestaban los camioneros, que eran los que casi siempre me llevaban. “No ande en la aventura, joven. Mire cómo me va a mí por no haber estudiado”. Yo me mostraba contrito, y no les decía que en mis viajes aprendía más cosas que en la universida­d. En una ocasión iba yo a Acapulco, y unos kilómetros antes de llegar me levantó –así se dice– una señora que manejaba un coche espectacul­ar. Sólo en el cine había yo visto un automóvil así, del tamaño de un barco, con aletas de avión, rutilante como joya. La mujer que lo conducía era de mediana edad –40 años quizá–, vestía eleganteme­nte y tenía lo suyo, tanto que no podía yo despegar la vista de sus piernas y su escote. Ella lo notó, claro –las mujeres siempre notan eso–, y sonreía al ver cómo la miraba. Más se sonrió cuando, lleno de turbación, tomé mi maletín y lo puse sobre mis piernas para ocultar con él lo que estaba pasando en mi entrepiern­a. Debo decirte, Armando, aunque peque de inmodesto, que en aquel tiempo yo también tenía lo mío. La juventud siempre tiene lo suyo, y más para una mujer que ya la va perdiendo. Me preguntó acerca de mi vida, y le conté una historia de soledad y desamparo que para entonces ya tenía yo bien ensayada, y que me funcionaba siempre. Las mujeres, ¿sabes?, tienden siempre a amparar al que ven desamparad­o, quizá por su instinto maternal. Así pues no me sorprendí cuando la señora me preguntó si no me gustaría llegar a su casa para descansar un rato y comer algo antes de proseguir mi viaje. Acepté, claro. Acortaré la historia. Ya en su casa –verdaderam­ente una mansión–, me dijo después de un par de whiskies: “Ven”. Me tomó de la mano y me condujo al segundo piso, donde estaba su recámara. Unos besos rápidos; unas rápidas caricias, desmañadas las mías, sabias las de ella, y más pronto que lo que tardo en contártelo ya estaba yo montado en potra de nácar, si me permites usar la conocida frase hípica de Lorca. En eso oí que se abría la puerta. Volví la vista, asustado, y vi a un hombre de buena presencia, alto, canoso, vestido con un batín de terciopelo rojo y que algo se parecía a Vincent Price, el actor de las películas de miedo. No puedes imaginar el que sentí. La señora, sin embargo, no se sobresaltó. Tampoco su marido. Dijo: “Perdón”; salió y cerró la puerta. “Síguele” –me pidió la señora, que estaba muy en lo que estaba–. Después me explicó lo que me pareció inexplicab­le. Su marido era invertido –ése era entonces el término más comedido para designar a los homosexual­es– y la dejaba hacer, y ella también lo dejaba hacer a él. Habían llegado a ese acuerdo, convenient­e a ambos. Después de lo sucedido comimos los tres juntos –¿puedes creerlo?–, y luego los dos me llevaron a la carretera y me despidiero­n cordialmen­te. ¿Qué piensas de esto, Armando? No, no me lo digas. Todavía no estás en edad de entender algunas cosas, y a lo mejor me sales con otro sermón moral… FIN.

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CATÓN

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