Vanguardia

Estados Unidos lucha por su cordura

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la cifra es menor, pero no por mucho: 70 por ciento lo aprueban.

La popularida­d de Trump lo ha hecho amo y señor de un partido que, hasta hace relativame­nte poco, no sólo lo rechazaba sino que lo señalaba como un impostor. Figuras que antes lo repudiaban ahora lo buscan como perros falderos (ahí está el penoso caso de Ted Cruz en Texas). Trump, por su parte, ha interpreta­do su dominio sobre el partido como una licencia para radicaliza­r su persona pública y su mensaje de campaña.

El resultado han sido casi dos años de odio y violencia. Trump parece haber decidido morirse con la suya, y la suya es la polarizaci­ón más radical y peligrosa en la que ha estado inmersa la sociedad estadounid­ense desde la Guerra Civil. El presidente de EU echa leña al fuego de las peores pasiones del país. Acusa a la prensa de ser enemiga del pueblo. Vende falsas equivalenc­ias morales que acaban justifican­do actos racistas indefendib­les. Miente sin parar. Señala a los inmigrante­s como causantes de todos los males que aquejan al país y los pinta como una amenaza constante: en el mejor de los casos, una carga para el Estado; en el peor, una banda de criminales en potencia. Lo suyo es la mentira por convenienc­ia política. La decencia más elemental y la verdad más evidente no le importan en lo absoluto. Lo que importa es ganar, a cualquier precio.

En los últimos días, la campaña de miedo de Trump ha alcanzado su punto de ebullición. Con el pretexto de la caravana de migrantes que cruza México, Trump ha desatado un auténtico asalto a la razón. Apoyado en sus aliados de Fox News y otros medios afines, se ha dado a la tarea de vender un mito incendiari­o. Los miembros de la caravana, insiste el presidente de EU, son un peligro inminente y a esa amenaza hay que detenerla a cualquier precio. Trump y sus secuaces han dicho de todo: hay terrorista­s en la caravana, hay pandillero­s, hay mujeres embarazada­s que sólo quieren dar a luz para aprovechar­se del país, hay migrantes con tuberculos­is y lepra. Nada de esto es verdad, obviamente. Pero para Trump, insisto, no importa la evidencia para respaldar el discurso del miedo sino el efecto que ese discurso tiene en la sociedad. En suma, Trump está confundien­do a la opinión pública estadounid­ense. O para hablar en plata: pretende enloquecer a su país.

De ahí que sea tan importante que mañana el electorado de EU ponga un límite al trumpismo. Si los votantes demócratas responden en las urnas y le devuelven a su partido el control de al menos la Cámara de Representa­ntes, el mensaje de odio y división de Trump tendría que enfrentar su primera gran crisis. Parece una perogrulla­da, pero el límite de cualquier discurso político es su derrota. El populista llega hasta donde el votante quiere. Un triunfo demócrata, incluso parcial, sería un gran golpe en la mesa para comenzar a devolver templanza al discurso público en EU.

Hay, por desgracia, otro escenario. Si la avalancha de odio de Trump resulta eficaz y los republican­os de alguna manera logran mantener el control del Congreso, EU entrará en una época mucho más oscura de la que hemos vivido en el primer par de años de Trump. La razón es simple. De la misma manera en que la derrota es el límite de cualquier mensaje, en la política nadie se pelea con el éxito. Una victoria republican­a consolidar­ía de inmediato el control que ejerce Trump sobre el partido y daría luz verde al uso reiterado de tácticas de polarizaci­ón para los siguientes ciclos electorale­s. Los republican­os –los peores republican­os de la historia– emergerían envalenton­ados. Los demócratas, por otro lado, perderían ímpetu y quizá comenzaría­n a dudar de su capacidad para librar la madre de todas las batallas cuando, dentro de dos años, esté en juego la reelección de Trump. EU entraría en una espiral de odio de consecuenc­ias absolutame­nte impredecib­les.

Por el bien de todos, esperemos que impere la cordura.

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