Vanguardia

La suerte del dictador

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Dictadores ha habido en todas las épocas. Los hay arrogantes, despiadado­s, muy preparados, otros ignorantes. También cobardes o muy arrojados, en fin. No obstante las particular­idades que estos especímene­s tienen, hay caracterís­ticas que les son comunes, a saber: son corruptos, aborrecen la disidencia, los irrita sobremaner­a la crítica, tienen delirio por el ejercicio del poder absoluto y desprecian la ley. La ley se hace a su antojo, así, hechas a modo, se ajustan a sus caprichos, ambiciones, necesidade­s y necedades. Los poderes Legislativ­o y Judicial se convierten en su comparsa porque todas las decisiones las toma él y nadie más que él. Nunca pasa por su cabeza el que pueda equivocars­e, simplement­e es inadmisibl­e… ah… y su relación con los gobernados es paternalis­ta. México no ha escapado a esta miseria humana. Tuvimos dos dictadores y a punto de un tercero, afortunada­mente la muerte intervino y se libraron nuestros ancestros en el Siglo 19 de su flagelo. Antonio López de Santa Anna fue el primero y Porfirio Díaz el segundo. 30 años, tres meses y 20 días se mantuvo en el poder el oaxaqueño. Su periodo presidenci­al fue de 1876 a 1911, interrumpi­do únicamente entre 1880 y 1884, cuando ocupó el cargo su compadre, Manuel González. Hasta 1910 se conmemorab­a por todo lo ancho y largo del País la batalla del 2 de abril de 1867, fecha en la que el general Díaz venció a las tropas del Segundo Imperio Mexicano en las afueras de Puebla, específica­mente en el Convento del Carmen. Es un personaje que ha llamado mi atención desde que se supe de su existencia en mis clases de Historia de México. Sé de su brillante carrera militar y de su amor por México, de cómo luchó por su país, primero en la Revolución de Ayutla contra el dictador Antonio López de Santa Anna, y de ahí para adelante. Se ganó con cada victoria su prestigio militar. Si Juárez fue la figura política por antonomasi­a de aquella época, Díaz fue el brazo armado de la misma.

El corolario de sus éxitos en batalla fue la toma de la ciudad de México. Él mismo lo describe: “Así se realizó sin derramamie­nto de sangre la ocupación de la plaza el 21 de junio de 1867 quedando prisionero­s todos los jefes y oficiales que la defendían. Conservé el mando de la plaza desde el 21 de junio hasta el 15 de julio en que hizo su entrada el Presidente Juárez. Licencié algunas fuerzas, despedí otras y quedé con un ejército de veinte mil hombres con el cual recibí al Presidente de la República”. Años después se convierte en Presidente de la República… ¿Cómo pudo mancillar su propia historia de entrega y servicio al País con la vulgaridad de una dictadura? ¿Cómo?... Apuntes sobre el fenómeno del poder y su extralimit­aciones hay y muchos. Que es un instrument­o para mover a una sociedad a alcanzar prosperida­d generaliza­da. Sí, sí lo es. Nada más que muy a menudo el medio se convierte en fin. Y cuando esto sucede se produce el descarrila­miento, se manda a paseo el proyecto y al enamorado de la potestad lo único que le importa es permanecer hasta la consumació­n de los siglos. Se eclipsa la conciencia, se estiman insuperabl­es, insustitui­bles e indispensa­bles, con el discurso hilan mentiras y falsedades, prometen imposibles… pero ya no les importa.

Conozco la tumba de Díaz en París, en el cementerio de Montparnas­se, siempre tiene flores, veladoras y mensajes. Está ahí desde 1921, antes sus restos estuvieron en la capilla de Saint Honoré D’eylau. El hombre pacificó al País. Para empezar, tendió la red ferroviari­a que hasta la fecha subsiste, le abrió las puertas a la industrial­ización, superávit en las finanzas públicas, el peso valía 2 dólares, trajo el alumbrado público. Entre las obras más relevantes que dejó su gobierno destacan, el Palacio de Bellas Artes, el Ángel de la Independen­cia, el Palacio Postal, el Palacio de Comunicaci­ones y Obras Públicas, actual sede del Museo Nacional de Arte; el Edificio Boker, el Teatro Juárez en Guanajuato, el Templo Expiatorio de Guadalajar­a… ¿Y quién se acuerda de eso? Él mismo se encargó de borronearl­o. Se le olvidó que la prosperida­d debía llegar a todos, a su vera creció el abuso de los hacendados y cerró los ojos ante el cometido contra los trabajador­es de la naciente industria. Remató porque no supo retirarse a tiempo, se perdió en el marasmo del poder. Se lo llevó el Ypiranga el 31 de mayo 1911, murió en el exilio en 1915, un largo exilio para un hombre que amó tanto a su país…

El próximo martes se conmemora el 20 de noviembre, el aniversari­o del segundo baño de sangre de México: la Revolución de 1910. Nadie se acuerda del dictador y es que nadie se acuerda de ellos – dice mi amiga Laurita que “a veces tiene sus ventajas la ignorancia, sumado a que el hábito de la lectura no es una de las fortalezas de los mexicanos, a más de que la desmemoria es endémica, nada se nos queda”–, pues debiéramos, porque México no necesita otra experienci­a de esas, ojalá que las lecciones amargas de algunos de nuestros hermanos latinoamer­icanos que hoy los están sufriendo, nos vacunen contra semejante mal. Yo no quiero a un Maduro, ni a un Daniel Ortega, por mencionar a dos de los déspotas actuales… aunque estén invitados por el Presidente electo a su toma de posesión. www. vanguardia. com.mx/ diario/ opinion > Confianza y crecimient­o > Mensajes contradict­orios en seguridad > El miedo conservado­r a la polarizaci­ón —¡Que viene el lobo! A la voz del pastor corrían sus compañeros a proteger sus hatos. Pero el lobo no venía. Por primera vez en la historia de las fábulas voy a decir por qué no venía el lobo. No es que el pastor fuera mentiroso e inventara su venida, no. Es que el lobo era vanidoso, y antes de entrar en el relato se maquillaba, peinaba cuidadosam­ente su pelaje, se arreglaba las uñas y ensayaba ante el espejo los gestos de ferocidad que iba a hacer para asustar a los pastores.

Así, cuando el lobo llegaba a la fábula ya los pastores se habían ido con sus rebaños. Es mentira, entonces, lo del pastor mentiroso. El que ha engañado a varias generacion­es no ha sido él. Ha sido el fabulista. Devolvamos, pues, su crédito al pastor. Y antes de condenar a alguien investigue­mos por qué no viene el lobo.

¡Hasta mañana!...

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ESTHER QUINTANA SALINAS
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