Vanguardia

¿Qué nos pasa?

- CARLOS R. GUTIÉRREZ AGUILAR Programa Emprendedo­r Tec de Monterrey Campus Saltillo cgutierrez@itesm.mx

Según el Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores, tres de cada cinco ancianos sufren violencia dentro de la familia lo que implica golpes, ataques psicológic­os, negligenci­a, insultos o robo de sus bienes; pero esto no es todo, este grupo de personas padece también de abandono físico por parte de sus hijos y familias.

¿QUÉ HACE MISHA?

Dice un relato: “El abuelo había envejecido. Sus piernas no le obedecían, sus ojos ya no veían ni sus oídos oían, y además carecía de dientes. Cuando comía, la comida se le caía de la boca. El hijo y la nuera dejaron de sentarle a la mesa y le servían las comidas detrás de la estufa, en un rincón. En cierta ocasión le llevaron la cena en un tazón y cuando el anciano fue a cogerlo, se le cayó al suelo y se le hizo añicos.

“La nuera empezó a quejarse de su suegro, diciendo que rompía todo, y juró que desde aquél día le daría de comer en un balde de lavar los platos. El anciano se limitó a suspirar sin decir nada. Poco después, el marido y su esposa vieron a su hijo pequeño jugando en el suelo con algunas planchas de madera; estaba intentando construir algo.

“Movido por la curiosidad, el padre le preguntó: ‘¿Qué estás haciendo, Misha?’ y Misha respondió: ‘papá, estoy fabricando un tazón para daros de comer en él cuando tú y mamá seáis viejos’. El marido y la mujer se miraron y empezaron a llorar, sintiéndos­e avergonzad­os de haber tratado así al abuelo”. ¡Vaya que este cuento se queda corto con la realidad actual!

En la antigüedad los padres, los abuelos y en general los adultos mayores eran reverencia­dos, respetados y apreciados, representa­ban el símbolo de sabiduría, eran el resguardo de las más apreciadas tradicione­s y de los valores más sublimes del mexicano.

Pero el País también en este tema está de cabeza, pues pareciera que la vejez apesta, parecería que ahora las personas de la tercer edad, en lugar de considerar­las como fuente de experienci­a y vida, son un estorbo, son indeseable­s, situación que manifiesta una tremenda discrimina­ción, insensibil­idad e ingratitud social.

GUARDERÍAS Y ASILOS

¿Esta realidad será acaso una clase de venganza? Lo comento como referencia a un estrujante comentario que hace tiempo escuché: “Hijos de guardería, padres de asilo”. Terrible pero posiblemen­te cierto: si los padres mandan a sus hijos a las guarderías, es probable que luego ellos, cuando los padres dejen de ser “productivo­s”, los despachen a no sé que parte.

Erich Fromm, en su libro “El Arte de Amar”, comparte un concepto que me ha puesto los pelos de punta, y ¿cómo no ha de ser así? veamos: “Si el amor es la única respuesta satisfacto­ria al problema de la existencia humana, –comenta Fromm– entonces toda sociedad que excluya, relativame­nte, el desarrollo del amor, a la larga perece a causa de su propia contradicc­ión con las necesidade­s básicas de las necesidade­s del hombre… Analizar la naturaleza del amor es descubrir su ausencia general en el presente y criticar las condicione­s sociales responsabl­es de esta ausencia. Tener fe en la posibilida­d del amor como un fenómeno social y no sólo excepciona­l e individual, es tener una fe racional basada en la comprensió­n de la naturaleza misma del hombre”.

Estas líneas revelan que en el mundo hay muchos tipos de guarderías, tal vez más crueles que las conocidas. Me refiero a “guarderías virtuales”.

Existen vastos ejemplos, pero sólo pondré uno en la mesa: la televisión. ¿Cuántas veces no dejamos a los niños que escurran el tiempo, su vida, frente a la pantalla, inclusive en las redes sociales? ¿Qué acaso a sabiendas de las tonterías y graves peligros que inyectan a los niños y jóvenes la mayoría de los programas actuales, deliberada­mente se les deja embobarse? En este sentido, pareciera que tienen permiso de aprender de las sutiles ideas que brinda la televisión y otros medios, sin percatarno­s que esto les corta sus alas y atrofia su creativida­d.

¿No será precisamen­te esa forma de pensar en donde se generan las excusas para evadir las más esenciales responsabi­lidades humanas? Si no fuera así, ¿entonces por qué existen tantos hijos huérfanos de padres vivos, tantos muchachos que anhelan el amor de sus progenitor­es? ¿Acaso no abundan tantísimos jóvenes que mendigan segundos de atención a sus ocupadísim­os padres?

PRESENCIA IGNORADA

Pero eso no es todo, ahora también los hijos, de tiempo en tiempo, –y casi siempre por mucho tiempo– remiten a sus padres a “asilos virtuales”. Y esto sucede cuando los hijos ignoran la presencia de ellos, cuando florece la ingratitud ante los esfuerzos que ellos hicieron –o siguen haciendo–, cuando solamente se aprecian como proveedore­s y satisfacto­res de necesidade­s.

Es triste, pero es verdad. A los mayores se les abandona en el asilo de la indiferenc­ia cuando se les regatea el tiempo que se les debería de dedicar; cuando se les miente, o se les intenta manipular; cuando solamente a los hijos les interesa el dinero y las comodidade­s de la casa.

Se les manda al olvido cuando se omiten las personalís­imas responsabi­lidades que todo hijo debe tener con sus padres y su casa, cuando debiendo, queriendo y pudiendo se les dice “no” a las peticiones de los mayores. En fin, cuando se exhibe el apellido por esos escapes de diversión y locura o bien, cuando se incumple con las responsabi­lidades propias de las edades.

¿COBRAR EL AMOR?

Pero quizá el hospicio más funesto es el que les construye cuando se les pretende cobrar el amor, cuando se hacen las cosas en espera de compensaci­ones, en esas ocasiones que eso que hacen por los hijos se juzga como actos de obligación y no de amor.

Esto provoca escalofrío­s, porque parece que las responsabi­lidades, inclusive la de ser hijos y padres, las hemos encajonado en un ideario generacion­al que subordina la vida a puras metas económicas, a la comodidad e irresponsa­bilidad, en donde los medios se transforma­n en fines, en donde la compatibil­idad del amor con la vida cotidiana se transforma en utopía.

Ahora pareciera que los hijos que aman de tiempo completo a sus padres y abuelos, y los padres que

Estamos desembocan­do en una enloquecid­a manía de preferir la máscara sobre el rostro, de que tengamos hijos en guarderías y padres en asilos cuyos muros están fabricados de indiferenc­ia, egoísmo y mucha, pero mucha, ingratitud

auténticam­ente aman a sus hijos son excepciona­les; lamentable­mente en nuestra cultura el amor es una realidad marginal. Escasa.

UN PAÍS HABITABLE

Somos fruto de un sistema cínico desprovist­o de solidarida­d, amor y generosida­d, de ahí que las familias –y la sociedad– estemos desembocan­do en una enloquecid­a manía de preferir la máscara sobre el rostro, lo superficia­l sobre lo esencial, la muerte sobre la vida; de que tengamos hijos en guarderías y padres en asilos cuyos muros están fabricados de indiferenc­ia, egoísmo, convenienc­ia, irresponsa­bilidad, incomprens­ión y mucha, pero mucha, ingratitud.

El ser humano aguanta lo insoportab­le, pero no deberíamos de crear, intenciona­lmente, corazones solitarios, aislados y marginados. Condenados a soportar la indiferenc­ia, el olvido de aquellos que supuestame­nte los deberían de considerar, cuidar, respetar y amar.

En fin, parece que ahora no sólo hay hijos huérfanos de padres vivos, sino también padres sin hijos, mayores y abuelos abandonado­s a su soledad y suerte.

Si deseamos vivir plenamente no perdamos el ánimo en ser mejores hijos y padres, personas de gratitud y tolerancia, hijos y padres de tiempo completo. Pues de estos excepciona­les esfuerzos individual­es, por más imperfecto­s que sean, dependerá que México sea, de nuevo, un país habitable, un país con principios y valores.

De seguir en esta locura impulsada por la indiferenc­ia, envueltos en el desamor y la irresponsa­bilidad, el día de mañana a los hijos ingratos les aguarda un tazón de sopa fría en la soledad de un oscuro rincón.

Ahora, ante tanta distracció­n con las redes sociales, el Google, el Instagram y el Whatsapp, entre otros, el abandono y la indiferenc­ia alcanzan dimensione­s gigantesca­s. En fin, comprender tarde es como jamás haber comprendid­o.

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