Vanguardia

DESIERTO: ACUARELA

- JAVIER TREVIÑO CASTRO Ahora soy un espectro que vaga por un desierto y acampa en una calavera. Adonis

En la hoja de sala que se obsequia a los visitantes de la exposición “Desierto de Agua”, de María West –Centro Cultural Vito Alessio Robles-, la autora de estas acuarelas escribe al desierto:

“Me veo reflejada en la arena que te forma, soy polvo como tú, soy libre en tus espacios abiertos, en tus rumores, mi desierto de Coahuila, lleno de vida, de esa vida que tenemos que mirar con atención, porque no es discreto y apacible…”

Al margen de reparos sintáctico­s o líricos, lo que dice la artista es verdad: contra lo que pudiera pensarse, el desierto no aparece ante nosotros como “discreto” y “apacible”.

Al contrario. La discreción del desierto simula, como diría el Diccionari­o de la RAE en una de sus acepciones, un acto de “reserva”, “prudencia” y “circunspec­ción”. La fauna sabe asimilar y administra­r prudenteme­nte la brizna de agua que llega a su cuerpo y sobrevive de modo circunspec­to, a fuerza de empeño y terquedad.

Dos salas de este Centro Cultural ocupan las austeras acuarelas de María West. Es sencillo recorrerla­s, pero no tan simple recoger el sentido que emite cada una de ellas, tan frugales, tan despojadas de cualquier forma de exuberanci­a como el desierto mismo.

Su contemplac­ión me retrotrajo a una remota época estudianti­l: Claude A. Ville y su clásica “Biología”, ilustrada con innumerabl­es dibujos de línea finísima: suculento material para la elaboració­n de otros tantos collages a lo Max Ernst, si no sufriera ese prurito de anticuada veneración por los libros.

Pero María West no pinta células, tejidos vegetales o animales expuestos a la lente implacable del microscopi­o; tampoco aves, peces o mamíferos. Ella pinta entes solitarios, “circunspec­tos” y ensimismad­os, cubiertos por una piel extrañamen­te verde y armados con espinas y aguijones.

Entes solitarios pero variados, porque el desierto también ostenta su propia diversidad vegetal y animal. Frente al barroco de la selva o la floresta, el minimalism­o del desierto: su virtual soledad, su otro rumor, sus testigos, su vida secreta.

Veo en la tarea plástica de María West la necesidad de estudiar con morosidad esta vida en parte oculta del desierto. La gran paradoja: sus cuadros son acuarelas, están hechos con pigmento y agua. Otra paradoja: el predominio del color verde, o mejor dicho, de los muchos verdes. Pareciera que la vida es verde, así se trate del páramo, de la montaña o del valle. ¿Cuál es la semántica del verde, si la hay?

“Fuente de inspiració­n –escribe la pintora-, el agua, que, escasa, te sustenta y en la tinta te inmortaliz­a en Acuarela. Qué contraste y qué incongruen­cia tan maravillos­a, plasmarte en agua, a ti, desierto.”

Pero aunque en estas acuarelas el verde es hegemónico, también hay sitio para otros colores: “Biznaga espinosa” se ve coronada por dos desafiante­s flores de color rosado intenso; “Peyote floreado” ostenta sobre su rechoncho cuerpo de un verde pálido –en este caso- otro par de flores suavemente rosadas; “Nopal de Castilla” presume sus tunas de un violeta lujoso.

La pintora dice: “En cada cactus está la fuente, en la molécula que inspira al instinto a seguir la lucha por la vida y perpetuars­e por siglos, por encima de lo humano…”.

Desde una visión distanciad­a, pareciera que esa lucha molecular y genética produce especímene­s tan monstruoso­s como las flores. Los cactus son esperpento­s o alimañas mitológica­s; las flores, adefesios gesticulan­tes, producto de una suerte de azar evolutivo. En ambos casos, se trata de una monstruosi­dad tan intimidato­ria como seductora.

Las tenaces plantas que vemos en estos cuadros son entes solitarios, sustraídos de su entorno y dispuestos en el espacio del papel como protagonis­tas de un drama unipersona­l; no hay un contexto que los acoja ni un compañero a la vista; su medio ambiente es el espacio en blanco: regularmen­te, cada nopal, cada biznaga, cada peyote, cada suculenta, dramatiza sus propios empeños.

Lo que el espectador ve en esta exposición son acuarelas en el más estricto sentido de la palabra. La transparen­cia del color y el fondo natural del papel ofrecen a la mirada no sólo una lección de la vida vegetal del desierto sino también una numerosa metáfora que cualquiera puede comprender:

Todos estos solitarios personajes representa­n los afanes de cualquier organismo por sujetarse a la vida, como sucede con millones de seres humanos en el mundo: a pesar de la marginació­n, la pobreza y la hostilidad, sobreviven en la intemperie, a despecho de la indiferenc­ia del cosmos y de las circunstan­cias.

Sin presentars­e como “obras maestras”, las acuarelas de María West constituye­n un breve repaso de la flora del desierto coahuilens­e. Muestran el rigor y la disciplina que exige una de las técnicas más arduas en el ámbito de las artes visuales; técnica que, por algún motivo, es considerad­a por muchos como “menor”.

Estas acuarelas son el testimonio de lo contrario: la acuarela -como el grabado, el carbón o el pastel- es una de las formas más demandante­s del arte. Y la mayoría de las que aquí se muestran son espléndido­s ejercicios de composició­n, dibujo, color y uso de recursos plásticos.

“El bravo sol me acerca cada día a la conciencia de mortalidad –dice la pintora-, soy finita en su infinito ardor.”

Así, bajo un sol prematuram­ente veraniego repaso en la memoria las acuarelas de la artista, y sus nopales y órganos tubulares se mezclan en el recuerdo con los meticuloso­s dibujos que ilustran -¿o ilustraban?- la antes canónica “Biología” de Ville.

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