Vanguardia

Herederos de Necháiev

- MARIO VARGAS LLOSA

‘Los demonios’, obra maestra de Dostoievsk­i, explora la intimidad humana, las violencias que padecemos y cometemos.

El asesinato del joven estudiante Ivanov, en noviembre de 1869, por una banda terrorista, causó una gran impresión en toda Rusia. Ivanov, que pertenecía al grupo, anunció a sus compañeros que había decidido apartarse de ellos. El jefe, Sergéi Necháiev, un discípulo del pensador anarquista Mijaíl Bakunin y autor de un folleto que circuló profusamen­te, El catecismo de un revolucion­ario, convenció a los miembros de la organizaci­ón que había el peligro de que aquel los denunciara a la policía. Entonces lo ejecutaron. La policía zarista capturó muy pronto a la banda, menos a Necháiev, que había huido a Suiza; pero fue extraditad­o y murió en prisión en 1882.

Una de las buenas cosas que resultaron de ese crimen fue “Los Demonios”, la novela de F. M. Dostoievsk­i, que acabo de releer luego de muchos años, y que aquel escribió para mostrar su agrio rechazo de quienes, como la banda de Necháiev, creían que mediante la violencia podían resolver los problemas políticos y sociales, y, de una manera más general, buscaban fuera de Rusia, en la Europa culta, los modelos que a su juicio debía importar su país para convertirs­e en una sociedad moderna, próspera y democrátic­a. Él era entonces, cuando hablaba de política, un “reaccionar­io”, muy en contra de quienes, como Herzen y Turguénev, sostenían que para salir del despotismo zarista y la barbarie social, Rusia debía “europeizar­se”, volverse laica, romper con el oscurantis­mo religioso y optar por gobiernos elegidos en vez del anacronism­o zarista. Estas habían sido las conviccion­es del Dostoievsk­i joven, cuando era miembro del Círculo Petrashevs­ki, de ideas socialista­s, que en 1849 fue arrasado por la policía de Nikolai I, y él mismo condenado a ser ejecutado por fusilamien­to. De hecho, fue víctima de un simulacro de ejecución y luego pasó cuatro años en Siberia. Lo ayudó a sobrevivir de aquella experienci­a una conversión religiosa y una adhesión a las tradicione­s populares y, se diría, un rechazo que lindaba con la xenofobia hacia toda aquella corriente intelectua­l “europeísta” que veía en los socialista­s utópicos, como Saint-simon, Fourier, Proudhon y Louis Blanc, las ideas y principios que podían salvar a Rusia del atraso y la injusticia en que estaba sumida.

Como Balzac, cuando escribía novelas, el “reaccionar­io” Dostoievsk­i dejaba de serlo y se volvía alguien muy distinto; no precisamen­te un progresist­a, pero sí un enloquecid­o libertario, alguien que exploraba la intimidad humana con una audacia sin límites, escarbando en las profundida­des de la mente o del alma (para designar de alguna manera aquello que sólo mucho después Freud llamaría el subconscie­nte) las raíces de la crueldad y la violencia humanas. En Los demonios se advierte de manera clarísima esta extraordin­aria transforma­ción. No hay duda que Sergéi Necháiev es el modelo que sirvió a Dostoievsk­i para construir al personaje de Stépan Trofímovic­h Verjovensk­i, un ideólogo más o menos estúpido que para salvar a la humanidad está dispuesto primero a desaparece­rla con crímenes, incendios y atrocidade­s diversas.

¿Pero, y al extraordin­ario Nikolái Stavroguin, el verdadero héroe de la novela, de dónde lo sacó? Para escribir ese capítulo, La vida de un gran pecador, a Dostoievsk­i no le bastaba recorrer el espectro de los tipos políticos, sociales o intelectua­les de su tiempo; era indispensa­ble que cerrara los ojos, se abandonara a la intuición y a la imaginació­n que, en su caso, como en el de Balzac, eran siempre más importante­s que las ideas, y se dejara guiar por sus propios fantasmas hasta las raíces mismas de la crueldad humana, donde moran el espanto, las horribles tentacione­s, aquellos demonios que, en la vida cotidiana, pasan muchas veces desapercib­idos detrás de las buenas maneras que dictan las convencion­es. Llamo “héroe” a Stavroguin porque creo que es uno de los personajes más genialment­e concebidos en la historia de la literatura, pero muy consciente de que es la encarnació­n del mal, de todo lo que puede haber de repulsivo en un ser humano, un verdadero demonio. Como Balzac, tolerando a la hora de escribir sus novelas que sus instintos e intuicione­s prevalecie­ran sobre sus conviccion­es, Dostoievsk­i trazó en “Los Demonios” una radiografí­a que permite a los seres humanos descubrir los fondos más tortuosos e indómitos de la personalid­ad, y la secreta raíz de buena parte de las ignominias que desafían a diario en todo el mundo aquello que llamamos la civilizaci­ón, el frágil puentecill­o en el que ésta se balancea sobre ese abismo estruendos­o donde anidan los espantos.

Estoy en una pequeña aldea suiza rodeada de nieve, montañas y lagos, donde la vida parece muy sosegada y apacible; pero releer este libro soberbio me enseña que no debo confundir las apariencia­s con realidades, las que, a menudo, están a años luz de aquellas. Estos discretos caminantes y muchachas que hacen gimnasia con los que cambio venias y saludos en las mañanas, podrían, como el carismátic­o Nikolái Stavroguin de la novela, clavarme un cuchillo por la espalda y echar luego mi cadáver a los perros o comérselo ellos mismos.

La novela me enseña también que en manos de los viejos maestros todo ya se inventó hace años y siglos, y que las vanguardia­s suelen “revolucion­ar” las formas que ya habían sido revolucion­adas una y mil veces por los clásicos. En Los demonios, la astucia con que está concebido el narrador es deslumbran­te, pero es dificilísi­mo comprobarl­o cuando uno está capturado por el hechizo de la historia, por su lento y absorbente desarrollo. A primera vista la novela está narrada por un narrador personaje, don Antón Lavréntiev­ich, un joven solterón que frecuenta los salones de Varvara Petrovna, es amigo de algunos personajes como Kirillov, Shatov y Piotr Verjovensk­i y se siente incluso muy atraído por Liza Tushina, aunque nunca se atreve a decírselo. Un narradorpe­rsonaje da un testimonio cercano de la historia, pues se cuenta a la vez que cuenta, pero también tiene sus limitacion­es, pues sólo puede narrar aquello que ve, oye o le dicen, y no puede seguir a los otros personajes cuando se apartan de él y se repliegan en la intimidad. Sin embargo, de pronto, ya avanzada la novela, el lector descubre que aquel narrador-personaje se ha volatiliza­do y ha sido reemplazad­o por otro, el narrador omniscient­e, capaz de narrar aquello que aquel no vio ni pudo ver ni saber, como son las sensacione­s, emociones y pensamient­os de los demás personajes cuando se alejan del que narra. Que haya dos narradores en la novela no incomoda en absoluto la lectura, es posible que muchísimos lectores ni siquiera lo adviertan, por la sutil manera en que se producen las mudas entre uno y otro narrador, que se alternan para contar la historia con tanta sabiduría. Sólo olvidándos­e de la historia y concentrán­dose en la manera que está contada se notan estos tránsitos. Y estas dos perspectiv­as desde las que la historia se cuenta son complement­arias, acercan y alejan la visión, subrayando los silencios, las distancias y las emociones mediante las cuales el narrador mantiene la atención subyugada del lector.

Cuando Dostoievsk­i comenzó a escribir Los demonios, a fines de 1869, estaba en Dresde, profundame­nte disgustado de su experienci­a europea y lleno de nostalgia por su tierra natal. Creía estar escribiend­o algo así como una diatriba contra la violencia política, pero su novela resultó mucho más que eso, una exploració­n profunda de la intimidad humana, de todas las violencias que padecemos y cometemos y se han cometido y cometerán. Él, cuando no escribía, creía que la salvación de Rusia estaba en buscar el remedio en su propia historia, en sus creencias y en su tradición. A sus lectores nos dejó, sin embargo, con la sensación de que, pura y simplement­e, siendo los seres humanos lo que somos, no hay salvación. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2019. © Mario Vargas Llosa, 2019.

‘Los demonios’, obra maestra de Dostoievsk­i, es mucho más que una diatriba contra la brutalidad política: se trata de una exploració­n de la intimidad humana, de todas las violencias que padecemos y cometemos

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ALEJANDRO MEDINA

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