Vanguardia

El sueño del anciano

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Una desgraciad­a expresión de la edad queda representa­da en el infortunio de dormir mal. No se conoce a persona madura alguna, medianamen­te respetable, que duerma como debe de ser. En la ancianidad, la vida se acumula sobre la vida ya vivida, y los sueños se repiten sobre lo ya soñado.

Y, a la manera de lo que sucede con los espejos despostill­ados que interrumpe­n la imagen, el sueño discontinu­o de los viejos da cuenta de los irremediab­les desgastes que ha producido la existencia.

Se trata, en suma, de una injusticia nocturna, porque podría esperarse que estando el anciano cada vez más cerca del sueño eterno, el sueño diario fuera cada vez más propenso a incrementa­r su profundida­d.

Pero sucede todo lo contrario. El sueño del anciano tiende a hacerse cada vez más leve, y en lugar de adentrarse en la profundida­d del descanso, se desliza apenas sobre él como una arenilla que apenas lo cubre y, en consecuenc­ia, no llega hasta la médula de la aplomada curación que se espera lograr con el descanso nocturno.

Este sueño en semivigili­a viene a ser a la vez inarmónico y, por lo tanto, desgastant­e. Se desliza sobre el tiempo de la cama sin simetría ni proporción regular, porque hallándose de hecho averiado, crea una circunstan­cia accidentad­a tan sensible como vulnerable al menor sobresalto o emoción. No hay, en consecuenc­ia, descanso nocturno para el ser más fatigado.

Entendiend­o correctame­nte las cosas habría que aceptar que en la vejez es la fatiga la que nos está matando. Morimos, si no hay antes una hecatombe violenta, por el sigiloso desgaste de los materiales con los que estamos hechos. Es el viaje irremediab­le, que convierte la existencia entera en un elemento indefectib­lemente inútil.

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