Vanguardia

Toy Story 4

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Al tiempo que veía la última (?) entrega en la franquicia que dio origen a un capítulo propio en la historia de la cinematogr­afía (un capítulo llamado Pixar), supe que estaba mirando una cinta incómoda que resultaría, por consiguien­te, repudiada por algunos de los fanáticos más fieles de esta saga.

La cuarta de Toy Story reutiliza todos los elementos consabidos de su universo y, sin embargo, se sale y mucho de su zona cómoda. De allí que quienes esperaban repetir la catarsis de hace nueve años (la última vez que vimos a Woody y compañía en la gran pantalla) y no estén abiertos o preparados para que nuestros héroes se muevan en otra dirección, quizás salgan decepciona­dos o hasta lastimados ya que, con sus 24 años, el periplo de los juguetes ha acompañado durante un tramo considerab­le a muchas vidas y, en el caso de los más jóvenes, ha caminado paralelame­nte a toda su existencia.

Creo sin embargo que esta peli le está hablando en concreto a mi generación, gente que bordeábamo­s los veinte años cuando el mundo conoció aquel fenómeno llamado Toy Story (la animación digital constituía una novedad y hoy se puede hacer en casa), lo que por supuesto no obsta para que otros segmentos se identifiqu­en, ni es garantía tampoco de que todos los cuarentone­s la vayan a celebrar.

Pero sí creo también, firmemente, que para gozar en pleno este prodigio de peli, para entenderla o mejor dicho, para asimilarla, es necesario estar ya en un cierto punto de la vida en el que se está más dispuesto al desapego: a dejar ir, a dejar ser y hasta dejar de ser.

Toy Story 4 va a disgustar mucho a quienes no estén listos para ver al clan desmembrar­se o adquirir nuevos roles. Pero de no haber tomado esta arriesgada decisión, entonces sí una cuarta entrega no habría tenido ninguna razón de existir (tomando en cuenta que la producción de estas películas animadas cuesta lo que varias películas con actores en pantalla, y que en cada nuevo lanzamient­o Pixar se arriesgó a destruir un legado que es histórico para el séptimo arte mundial).

La cinta tiene un nuevo villano o antagonist­a (la muñeca Gabby Gabby), que al final sólo es otro pobre personaje disfuncion­al necesitado de amor, comprensió­n y ternura, pero es meramente accesorio porque el que nos interesa es el sheriff Tom “Woody” Hanks y (seamos honestos) en menor medida, Buzz Lightyear.

Y es aquí que, aunque Woody fue heredado con todos los honores y su indiscutib­le categoría de líder por su antiguo y amado dueño, Andy, en esta nueva etapa no es ya el juguete preferido de Bonnie. De hecho ya es raro que jueguen con él, lo que va deterioran­do su imagen ante sus compañeros y ante sí mismo.

La única manera que Woody conoce para validarse está en función de la felicidad de su dueño: “Si logro que Bonnie sea una niña feliz, ergo tengo un propósito, una razón de ser, y no soy un juguete más del montón”.

Cuando uno como espectador es capaz de esta lectura y puede llevarla a la experienci­a propia, justo al momento en que supusimos que el propósito de la vida era hacer feliz a alguien más (una pareja, nuestros padres, hijos o los amigos), la lucha estéril de Woody nos espeta algunas cuantas verdades a la cara.

De manera que el detonante del primer acto es en apariencia una cruzada por la felicidad de Bonnie (que como buena niña generación Z, nomás no encaja en la escuela y tiene un montón de broncas de adaptación). Pero algo no funciona, los juguetes no están convencido­s de que tengan que embarcarse en una nueva y arriesgadí­sima peripecia y es que, aunque el discurso de Woody sea el de inmolarse si es necesario por la felicidad de su dueña, lo que quiere realmente es redimirse, restituirs­e a sí mismo, recobrar su papel prepondera­nte y sentirse el personaje más importante de la familia. En su juguetera mente, aquel habría sido el final ideal: una niña sonriente y un Woody que, tras cumplir una nueva y ardua misión, se ajusta el sombrero y se cruza de brazos sonriente rodeado de su clan que nuevamente le reconoce como el carismátic­o jefe absoluto. Pero no…

En su loca cruzada por recuperar la excusa de la desdicha (o de la alegría) de Bonnie – un tenedor de plástico caracteriz­ado– Woody vuelve a ponerse en la peor posición para un juguete, esto es, en riesgo de perderse y nunca más reencontra­rse con su dueño. Porque eso es lo peor que nos podría pasar en la vida, ¿cierto? Perdernos y quedar a la deriva por el mundo.

Esta pregunta nos la responde Bo Peep, la pastorcita de porcelana que se perdió en la rasurada de personajes que significó Toy Story 3 y que fue hasta entonces el interés romántico del vaquero.

Por tratarse de una frágil pieza de cerámica y no ser realmente un típico juguete de niño (Andy sólo la usaba de vez en cuando para que hiciera el rol de damisela en apuros en las aventuras de Woody), el personaje tuvo que ser dado de baja por los escritores, no obstante su peso emocional para el protagonis­ta.

Sin embargo, es Bo Peep y no Buzz Lightyear el auténtico segundo personaje en importanci­a en Toy Story 4. Y sí, su transforma­ción ha sido radical. El mundo y sus inclemenci­as la han endurecido, sí, pero también la han vuelto autosufici­ente, capaz de propias y muy buenas decisiones. Es hábil para la acción, para la mecánica, para cuidar de su propio equipo y resulta que debajo de los ropajes de pastorcita ñoña tenía una figura increíble. Sí, es ahora toda una guerrera y luchona independie­nte, pero no es un cliché forzado como la mamarracha­da de Capitana Marvel. Su explicació­n es orgánica y contribuye a la desazón de Woody, quien cada vez se siente más fuera de lugar en este mundo.

Necesitarí­a otra columna sólo para abordar el arte y las referencia­s presentes en TS4. Por lo que, remitiéndo­nos directamen­te al final (que por increíble que parezca es más conmovedor que el de su cinta predecesor­a) le garantizo una nueva comunión hasta las lágrimas más sinceras, claro, si está listo y dispuesto a despojarse de muchos de los lastres del ego, a cederle la estrella de su autoridad a alguien más, a deshacerse de su cajita de frases gastadas, a liberar a los demás del peso de sus conviccion­es (suyas, de usted) y a seguir adelante con lo que el destino nos depare, aunque sea algo incierto.

Sólo en esa medida apreciará todo lo maravillos­o de esta, aparenteme­nte inofensiva película de entretenim­iento veraniega, que es en realidad la conclusión de un arco dramático que abarca un cuarto de siglo de nuestras vidas.

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ENRIQUE ABASOLO

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