Vanguardia

LA ENVIDIA NO TRAE SINO DISGUSTOS, RENCORES Y RABIAS

- JUAN ANTONIO GARCÍA VILLA @jagarciavi­lla

El Quijote II, 8

Al salir de su aldea por tercera ocasión como caballero andante, don Quijote dice a Sancho que pasarán por el Toboso “adonde tengo determinad­o de ir antes que en otra aventura me ponga, y allí tomaré la bendición y buena licencia de la sin par Dulcinea”.

Sancho le comenta que lo mejor que podrá ocurrirle es que le dé su bendición “desde las bardas del corral, por donde yo la vi la vez primera, cuando le llevé la carta”, que con él le mandó, y ella “estaba ahechando [limpiando] trigo”, que soltaba tanto polvo que no le pudo ver la cara.

Don Quijote reclama a Sancho que diga tales cosas de su dama. Atribuye tales visiones que de Dulcinea tuvo Sancho a “la envidia que algún mal encantador debe tener de mis cosas… ¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de virtudes. Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo, pero el de LA ENVIDIA NO TRAE SINO DISGUSTOS, RENCORES Y RABIAS”.

La envidia, que Cervantes califica de vicio, es el peor sentimient­o, el mayor monstruo que alguien puede sufrir. Es en efecto tan dañino, como en el citado pasaje se dice, que ataca al propio envidioso, en la medida en que el bien ajeno le causa “disgustos, rencores y rabias”.

El llamado Siglo de Oro español, en que le tocó vivir a Cervantes, se caracteriz­ó por haber contado con un crecido número de excelentes escritores, más que en cualquier otro siglo en la historia de España. Se decía que en cada esquina de Madrid era posible encontrar varias decenas de poetas.

Hoy nadie pone en duda que el más grande de todos los escritores de ese siglo fue Miguel de Cervantes. Quien sin embargo, en su tiempo, no fue debidament­e valorado, apreciado ni reconocido, como sí lo fueron otros, en especial Lope de Vega, que hoy palidecen ante la monumental obra de Cervantes, llamado con acierto y justicia El Príncipe de los Ingenios Españoles.

A pesar de lo anterior, todo parece indicar que el autor de El Quijote no padeció el monstruoso sentimient­o –vicio le llama- de la envidia, cuya naturaleza, no obstante, sí conoció y definió muy bien.

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