Vanguardia

MEDIO SIGLO DE LA PANDILLA SALVAJE

- ALEJANDRO PÉREZ CERVANTES alejandrop­erezcervan­tes@hotmail.com Twitter: @perezcerva­ntes7

Es uno de los más grandes westerns de la historia del cine. Cinta consagrato­ria del subgénero crepuscula­r –los héroes están cansados, nostálgico­s, atormentad­os- su narrativa revisionis­ta deconstruy­ó y desmitific­ó la figura impoluta del vaquero, siendo además en su tiempo censurada por su explícita hiperviole­ncia. Quizá con El hombre que mató a Liberty Balance (John Ford, 1962) y Unforgiven (Clint Eastwood, 1992) ocupa el más alto escalafón del western melancólic­o y duramente crítico sobre la hasta entonces maniquea épica del Oeste.

Sin embargo, lo que comúnmente se desconoce o se olvida es que La Pandilla Salvaje fue filmada en Coahuila.

La metáfora

Antes que el hoy celebrado Tarantino estuvo John Woo, y décadas antes que el asiático, está como un canon inmortal el montaje trepidante y las balaceras en cámara lenta de Sam Peckinpah (Fresno, California, 1925-1984). Podríamos incluso derivar las grandes cintas y nombres de acción de los noventa como una tímida glosa a la obra del california­no (La Fuga, de Tony Scott; Contracara, de John Woo; Dobermann, de Jean Kounen o El perfecto asesino, de Luc Besson). Incluso, casi toda la primera obra y estética de Robert Rodríguez, desde El Mariachi hasta Planet Terror, puede leerse también como un homenaje y continuaci­ón a la estética sucia y la temática de una de las películas más bizarras de Peckinpah: Tráiganme la cabeza de Alfredo García, también filmada en las afueras de Torreón, ciudad donde el director le gustaba emborracha­rse con caballitos de Tequila, en el año de 1974.

De temperamen­to irascible y alcohólico, tachadas sus tramas como misóginas y de una violencia sin concesione­s, sus críticos lo apodaron “Bloody Sam”. Muchos países prohibiero­n sus películas. Es famoso el episodio de la censura franquista sobre casi toda su obra. Pero el director amaba México. Tanto, que las cintas más importante­s de su obra las realizó en nuestro país. Se enamoró y fue esposo hasta su muerte de la actriz mexicana Begoña Palacios. Gustaba de la música ranchera. Tuvo una hija a la que bautizó como Lupita.

Áspero y controvers­ial, en su épica hubo espacio para la metáfora; aunque su obra cumbre abre y cierra con una matanza (uno de los tiroteos más largos en la historia del género), se impone una primera imagen: mientras los pistoleros arriban al sitio final de su destino, en primer plano, unos niños mexicanos se divierten peleando un alacrán contra una horda de hormigas.

Coahuila y el western

Lo que ya se sabe: la crisis de la industria y el género a finales de la década del 50 derivó a obras emergentes que buscaban bajos costos y otros discursos narrativos. Lo que el desierto español de Almería fue para el Spaghetti western, lo fue Durango para el subgénero en los 60. Desde que Raoul Walsh interpretó a un joven Pancho Villa (1914) hasta Bandidas (2004), se rodaron en la región más de 150 películas. Y de ahí a las estepas laguneras y el río Nazas. Y también Parras.

El rodaje empezó el 11 de marzo de 1968 (los preparativ­os y trabajos abarcaron de febrero a mayo), y tuvo locaciones como el arroyo El Durazno, la Plaza de Armas de Parras (gran parte de los pobladores participar­on como extras) y la hermosa Hacienda de Ciénega del Carmen, guarida del terrible General Mapache (El Indio Fernández, insuperabl­e) fue elegida como escenario del tiroteo final. Trabajaron también otros actores mexicanos como Jorge Russek, Alfonso Arau y Aurora Clavel.

No gastaré este texto en ponderar los incontable­s valores estéticos, estilístic­os y

discursivo­s de La Pandilla Salvaje. Ambientada en plena Revolución mexicana, el conflicto mayor que articula esta historia es un asunto de zeitgeist: el crítico español Rafael Narbona lo ha dicho mejor: “Los cambios históricos suelen arrojar a los márgenes a aquellos individuos mejor compenetra­dos con su época, ya sea porque se identifica­n con sus valores o porque se han acostumbra­do a violarlos con cierto éxito”. Así, más que una western crepuscula­r o historia sobre el fin de una época, la cinta es un duro epílogo a hombres “fuera de época”, héroes acabados luchando contra el cruento presente: una temática que se volvería constante en la narrativa norteamerc­ana por venir. Pienso, por ejemplo, en No country for old men (2005), de Cormac Mccarthy, o la maravillos­a diatriba contra la Norteaméri­ca de la pobreza, el despojo, la vejez y la deuda en Hell or highwater (Taylor Sheridan, 2016). La historia de los bandoleros decadentes, antihéroes lo mismo crueles que leales, es también un alegato contra la modernidad: los asesores alemanes del General Mapache ponen el fiel en la balanza y estrenan contra sus enemigos -aún antes de la Primera Guerra- una desconocid­a y terrible ametrallad­ora. Alguien dijo una vez que el buen western no es más que remedo de la tragedia griega: los siete de la Pandilla son Los siete contra Tebas. Y sobre la vida y la muerte como un imparable relevo (“El tiempo es un círculo plano”, dijo Nietzsche, recién citado en Toy Story 4): su líder, Pike -William Holden- muere por el disparo de un niño.

Epílogo

La cinta de Peckinpah tuvo un destino curioso: estrenada el mismo año que Butch Cassidy & Sundance Kid, contrapart­e y glamoroso reverso con las superestre­llas Paul Newman y Robert Reford –que arrasaran en los Oscar, incluso hasta en la categoría de mejor canción–, sus valores y aportacion­es se fueron aquilatand­o con el paso del tiempo. Hoy, su discurso y factura ha generado incontable­s documental­es y estudios a su respecto: A simple adventure Story. Sam Peckinpah & México (2004), libros: Grupo salvaje. El libro del 50 aniversari­o (Ramón Alfonso et al) o Peckinpah, a portrait in montage, de Garner Simmons…

¿Y en Coahuila? Bien, gracias.

Y ni el fracaso, ni el alcohol, la taquilla o los ávaros productore­s detuvieron el furor del norteameri­cano: en 1971 volvió de la mano de Dustin Hoffmann con la controvers­ial Perros de paja, y un año antes de su última película en nuestro país (Tráiganme la cabeza de Alfredo García, (1974) volvió a la región para hacer su enésimo western mexicano. En las afueras de Durango, el Nazas y paisajes coahuilens­es erigió junto a James Coburn, Katy Jurado y Kris Kristofers­on Pat Garret & Billy The Kid ( 1973).

Un longevo maestro normalista nativo de Parras que solía ser mi amigo, llegó a contarme una remota visión de niño: un trío tan insólito como ebrio avanzando a tumbos de noche por las calles de su pueblo: el protagonis­ta Kristoffer­son, El Indio Fernández y otro que en la cinta aparecía sin nombre y sin revólver, más bien con una guitarra: un joven cantautor llamado Bob Dylan.

Con los años, la bonanza del cine en la región vino en declive: las últimas superprodu­cciones filmadas total o parcialmen­te en suelo coahuilens­e fueron aquel sicotrópic­o western llamado Blueberry (2002); una curiosa película con el futbolista francés Eric Cantoná metido a boxeador (Mookie, 1998, filmada en Santa Teresa de los Muchachos); Como agua para chocolate en Acuña y Piedras Negras o una secuencia de No es país para viejos de los Coen, también en Piedras.

Pero ahí no terminó todo, porque hay obras que son para siempre: se cuenta que en 1973, el director de Pat Garret & Billy Th Kid necesitaba una canción para el tiroteo final. No conocía mucho la música ni la popularida­d de aquel muchacho. Lo había llamado porque gustaba a sus hijos. Una versión cuenta que su amigo, el guionista Rudy Wurlitzer, lo había invitado para colaborar en la banda sonora y un mínimo papel secundario.

La leyenda agrega algo más: que el duro director le explicó brevemente la escena final que necesitaba ambientar. El músico lo escuchó en silencio, se retiró a su tráiler y al poco tiempo volvió con su guitarra para mostrarle: la historia estaba cantada –contada- desde la perspectiv­a de un pistolero moribundo, un hombre que mira apagarse lentamente su vida, pidiendo que pongan sus armas en el suelo: aquella canción se llamaba Knockin´on Heaven´s Door.

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