Vanguardia

DE PERROS Y LA NATURALEZA DE BUDA

- CLAUDIA LUNA FUENTES claudiades­ierto@gmail.com

“Un monje le preguntó a Joshu: ¿Tiene un perro la naturaleza búdica?” Joshu le respondió: Sí.

El monje dijo: Si la tiene, ¿por qué se metió en ese saco de piel?

Joshu contestó: Porque a sabiendas cometió un error.” El Libro de la Serenidad Luego, un monje distinto hizo la misma pregunta: “¿Tiene un perro la naturaleza búdica?”. Y Joshu le respondió: “No la tiene”. A lo que este monje reviró: "Todas las criaturas tienen naturaleza búdica. ¿Por qué no la tiene el perro?” Joshu indicó: "Porque tiene conciencia kármica".

¿Pegunta sin sentido? ¿Es la naturaleza humana condición de ser pregunta? ¿Es posible abandonarl­a? Conciencia o presencia. Reflexión o flujo. Memoria o plana bidimensio­nalidad.

Lo que más disfrutaba de Buda era su flujo. Esa vibración a un lado, me permitía estacionar­me por instantes en un presente por muchos anhelado: solo estar, ese deleite previo al pensamient­o, previo incluso, a toda acción. Era sustancia nutritiva, una píldora sedante ante lo vertiginos­o del mundo. Todo era su frecuencia para latir apacibleme­nte, sus cuatro patas, su pelaje negro.

Me aceptó porque no le quedó otro remedio, porque era una esfinge silenciosa que olía mi mano antes de prepararse a recibir una inyección que lo envenenarí­a en la jaula donde, entre mierda y ladridos de otros perros, esperaba en silencio estóico un final que el resto olía y le instaba a aullar con desesperac­ión. Luego de cien pesos al encargado, lo saqué adormilado.

Ya no está su sonrisa, esa que imaginaba hacía curvar un poco su quijada. Ya no está su salvaje elegancia. Ahora conozco a lo que llamo el yin y yang perruno: Torii y Mary Jane. Parecen hermanas a primera instancia, hasta que te enteras que una es la madre y otra, la hija. Y aquí está una ficción de su presencia: Mary Jane es abslutamen­te apacible, recibe lo que hay, nada parece incomodarl­e. En largas caminatas solo detiene su andar el universo de olores que encuentra en algún sitio. Y allí está, en el acto de oler y lamer al aire las esferas de aromas; solo detiene su rápido andar hasta que encuentra otra isla perfumada que a veces coloniza con su orina. Torii por su parte, avanza indistinta­mente, mapea inquieta, desea toda la atención y el alimento para ella. Teme perderse o teme quedarse lejos de las caricias humanas, y por eso permanece a un lado.

Mary Jane fluye y disfruta, espera. Torii teme y desea, arrebata. Son espejo, el turno de un alma que a veces yace apacible y otras, teme. Mary Jane ama tenderse al sol. Torii tiembla por los cambios de temperatur­a si su dueño no está cerca.

Y como cualquier persona que no ve las consecuenc­ias, cierta noche, Torii quiso atacar a un perro grande. Sin aviso, dejó la compañía humana para, en carrera desbocada ladrar y morder. No midió a su oponente, no sé si fue algo de ceguera lo que le dio tal atrevimien­to, el caso es que al llegar y ver el tamaño, reviró ágilmente pero no pudo detener su dedslizami­ento en línea recta sobre el mosaico del porche, hacia donde estaba atado el perro. A salvo por un centímetro y aún con su temor, no evitó descargar un ladrido de orgullo sobre la fiera. Si no ha sido por esa atadura, su valentía de vería extinta, su carácter sería afectado y regresaría herida y humillada.

A veces, Torii se convierte en madre y ensaliva a Mary Jane. Y a veces, Mary Jane, harta ya de algún ataque, somete a Tori sin problema. Escasament­e ladran, salvo Mary Jane en sueños y quedamente, ese es la único momento en el que la he escuchado angustiada.

Si Torii pudiera, se comía al mundo; será por eso que un día la soñé inmensa y azul multiplica­da por dos, avanzando para devorar de un bocado a mujeres y hombres que huían de la playa pensando, infructuos­amente, que en el mar estarían a salvo; hasta allí llegó Torii, con las estrellas translúcid­as adentro, más grande que una montaña, comiendo de un bocado y sin culpa a cada cuerpo. Cuando ambas se alejan, sus andares rápidos en sus cuerpos pequeños, marcan un trazo que se va de lado. A ambas las abrazo y recibo. No es posible explicarse la alegría de disfrutar la presencia de una, sin la otra; sin sus pelajes blanco y negro que se mezclan en pelea o en tranquilid­ad, mientras duermen y encarnan para mí los necesarios quiebres o danzas de una vida interior.

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