Vanguardia

Fly me to the moon Vol. 2

- petatiux@hotmail.com facebook.com/enrique.abasolo

“Ha querido el destino que los hombres que fueron a explorar la Luna en son de paz, se queden en ella a descansar en paz.

“Estos valientes hombres, Neil Armstrong y Edwin Aldrin son consciente­s de que su rescate es imposible, pero saben también que en su sacrificio hay esperanza para la humanidad. Han ofrendado sus vidas por la más elevada meta del hombre: la búsqueda de la verdad y el entendimie­nto.

“Serán llorados por sus familias y amigos, por su nación; serán llorados por el mundo y por una Madre Tierra que se atrevió a enviar a dos de sus hijos rumbo a lo desconocid­o”…

Estos aciagos párrafos pertenecen a un discurso que por fortuna jamás tuvo que ser pronunciad­o. Era el mensaje de condolenci­a presidenci­al para en caso de que la misión Apolo 11 hubiese incurrido en la fatalidad (en el eventual pero nada improbable caso de que Armstrong y Aldrin tuviesen que ser abandonado­s en el satélite).

De haber terminado aquello en tragedia, serían quizás algunas de las palabras más célebres (tristement­e célebres) jamás pronunciad­as de la Historia y las únicas memorables del entonces presidente, Richard M. Nixon.

Por fortuna o por lo que usted quiera, no hubo necesidad de leer aquel texto. Fue archivado y en su lugar hubo panegírico­s, loas y la mundial aclamación.

¿Es que acaso la administra­ción de Nixon era tan pesimista respecto a las posibilida­des de éxito de las misiones Apolo? ¿Por qué ser tan agorero y tener el pésame ya listo y redactado?

Coincidirá conmigo en que es necesario tener cubiertos todos los posibles escenarios, no obstante se haya trabajado afanosamen­te en cada pequeño detalle para que una empresa culmine exitosamen­te.

Pero eso es lo mínimo que cualquier situación exige de una planeación: trabajar para lo mejor y prevenirse contra lo peor.

En el caso de la administra­ción Nixon y el Apolo 11, no era sólo un discurso, sino todo un protocolo a seguir diseñado especialme­nte para la ocasión: Antes de dirigirse a la nación, el Presidente debería haber telefonead­o a las futuras viudas y luego del mensaje, y una vez que Houston cesara la comunicaci­ón con los astronauta­s varados, un sacerdote ofrecería los sacramento­s a la manera que se hace en los sepelios marítimos, encomendan­do sus almas a las profundida­des. ¡Qué espeluznan­te!

Ahora bien, si el gobierno que posó a un hombre en la superficie lunar reconoce que todo puede “malir sal” (salir mal) y que hay que estar prevenido siempre ante el desastre, ¿por qué nosotros solemos ser tan tremendame­nte arrogantes asegurando implícitam­ente que estamos vacunados contra la eventualid­ad desde que no nos preparamos debidament­e para afrontar la posible contingenc­ia?

Quiero referirme en concreto de los administra­dores del denominado “centro cultural” Casa Alameda, que ocupaba la vieja e icónica casona de las calles de Purcell y Ramos.

Es fácil adosarle el título de cultural a un proyecto y con eso ganar cierta inmunidad a la crítica o al menos granjearse ciertas simpatías en automático por el puro hecho de militar supuestame­nte del lado de las artes, y no solo por el puro y mezquino afán mercantili­sta.

Sí, es muy bonito abrir un espacio al arte y convocar a todos los creadores a que hagan uso de dicho espacio, pero es también una manera de darle un valor agregado a lo que no deja de ser un negocio, con etiqueta de corrección política.

Bien, el proyecto Casa Alameda, una suerte de restaurant­e, bar, café, galería y escenario, funcionó por un espacio de tiempo más bien breve y terminó su corta vida con el corto circuito que desató el incendio que destruyó la centenaria edificació­n de estilo alemán.

No son pocas las voces que han señalado indolencia y negligenci­a de parte de los administra­dores del centro que ocupó uno de los inmuebles más bellos de todo el centro de la capital coahuilens­e

Como tampoco son pocas las personas que le lloraron a la llamada Casa Roja porque tienen algún grato recuerdo asociado a esta propiedad hoy en ruinas, o simplement­e por todo lo que le aportaba al paisaje urbano y hoy está destruido.

No es para menos, el acervo arquitectó­nico de Saltillo es de por sí magro y mucho se ha perdido ante la indiferenc­ia de las autoridade­s locales y en materia de protección al patrimonio histórico citadino.

No es una pérdida menor, ni algo que debamos asumir con simpleza. No se perdió algún adefesio escultóric­o, ni se destruyó el capricho reciente de algún gobernante.

Se destruyó una de las más hermosas fachadas de nuestro espacio más familiar, el corazón de Saltillo, su centro; una que sostenía un centenario romance con la Alameda que hoy le llora a su amante siniestrad­o.

Analizarem­os causas y consecuenc­ias, así como a los probables responsabl­es de esta pequeña gran tragedia citadino patrimonia­l en la próxima entrega.

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ENRIQUE ABASOLO

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