Vanguardia

Sufragio efectivo, no reelección y no corrupción

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Plutarco Elías Calles

inició, en 1924, su mandato como presidente de México y ahí se quedó, al menos de manera fáctica, hasta 1934, mediante la imposición reiterada de sus sucesores. En 1928, Emilio Portes Gil

ocupó interiname­nte la Presidenci­a, tras el asesinato de Álvaro Obregón. Dos años después, Pascual Ortiz Rubio fue electo y sería sucedido por Abelardo L. Rodríguez, que en 1934 entregó el gobierno al general Lázaro Cárdenas, quien puso fin a la influencia política del general Calles.

Calles era considerad­o “el jefe máximo de la Revolución”, de ahí que el periodo en el que se aferró al poder se denominara el “Maximato”. Esta práctica, con la que el presidente saliente tenía la potestad de nombrar a su sucesor, se transformó en una tradición dañina para la política mexicana. Durante años, el sufragio efectivo que Madero acuñó como consigna de la Revolución se deformó, en la práctica, a un dedazo efectivo con el que, sin necesidad de reelegirse, los presidente­s seguían teniendo el poder, al ser ellos quienes, gracias a una disfuncion­al democracia, podían elegir al mandatario siguiente.

La elección del sucesor era de suma importanci­a. Se necesitaba colocar un soldado fiel en la Presidenci­a, que asegurara que los actos de corrupción cometidos no fueran perseguido­s.

El primer punto de quiebre de esta conducta se dio, probableme­nte, en 1994 cuando, debido a los trágicos y bien conocidos hechos, el candidato elegido por el presidente saliente no pudo ser su sucesor. En 2006, cuando por primera vez Andrés Manuel López Obrador

compitió por la Presidenci­a, las malas prácticas del pasado le arrebataro­n de manera injusta la victoria. En 2012, después de dos sexenios consecutiv­os del mismo partido en el poder, el uso de la maquinaria mediática y de todos los recursos posibles facilitó el triunfo del otrora partido hegemónico.

En 2018, México experiment­ó lo que probableme­nte pasará a la historia como la primera elección presidenci­al cuya legitimida­d no es cuestionad­a. No hubo sospechas de fraude, el margen de victoria fue muy amplio, no se excedieron topes de campaña, no se hizo uso excesivo de tiempo aire y, lo más importante, no hubo coacción del voto.

El triunfo de la 4T proviene, así, de un verdadero proceso democrátic­o. Nuestra fidelidad con la democracia es reforzada con las acciones del Presidente, quien públicamen­te se ha comprometi­do con el sufragio efectivo, la no reelección y un combate real de la corrupción.

A pesar de lo anterior, hay quienes intentan sembrar inquietud en torno al fantasma de las prácticas reeleccion­istas disfrazada­s de dedazos.

Por eso, el ataque sistemátic­o y sin sustento de aquellos que aseguran que el Presidente buscará reelegirse sólo demuestra que no le temen a la reelección: lo que realmente les preocupa es que no podrán acceder nuevamente al poder haciendo uso de las técnicas que anteriorme­nte eran efectivas, porque las y los mexicanos se han apropiado de la democracia.

Andrés Manuel López Obrador no sólo no se reelegirá, sino que sentará las bases para que en los comicios el común denominado­r sea el respeto a la democracia y la garantía del derecho que la ciudadanía tiene a decidir libremente.

Resulta paradójico que quienes reiteradam­ente intentan poner en la mesa la idea de la reelección del Presidente sean los mismos que minimizan los logros que esta administra­ción está empezando a obtener. Si en realidad estuvieran convencido­s de que los resultados no serán los esperados, entonces no tendrían nada de qué preocupars­e, pues en el nuevo ambiente democrátic­o de nuestro país la ciudadanía elegiría un cambio.

Por ello, las mentiras y difamacion­es solamente ponen en evidencia la incomodida­d que les genera competir en una verdadera democracia, pues en ese terreno, en el que realmente permite que las y los ciudadanos elijan lo que quieren, la 4T les lleva una significat­iva distancia de ventaja.

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RICARDO MONREAL

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