Vanguardia

Trump: el racismo como estrategia

- LEÓN KRAUZE @Leonkrauze

Donald Trump ganó la presidenci­a de Estados Unidos gracias a una siniestra estrategia de polarizaci­ón radical. La puso en práctica desde el proceso de elecciones primarias del partido republican­o, durante el que acosó sistemátic­amente a los otros contendien­tes hasta reducirlos al balbuceo rompiendo todas las reglas de civilidad: endilgó apodos, calumnió a diestra y siniestra a quien quiso, incluidos familiares de sus rivales, agredió periodista­s. Fue una muestra del más perverso y (tristement­e) efectivo bullying.

Luego repitió la dosis durante la campaña contra Hillary Clinton, a la que también calumnió, amenazó con enviar a la cárcel y sometió a la constante agresión de una parte de sus simpatizan­tes. Al final, el mensaje de campaña de Trump hizo mella en un sector del electorado particular­mente receptivo a la indignació­n cultural y la polarizaci­ón racial. Trump, ha agudizado la toxicidad de su mensaje y ha terminado por descubrir más el potencial político de la polarizaci­ón. Trump le habla a su base y solo a su base porque sabe que, en las condicione­s actuales, podría bastarle para ganar la reelección.

En las últimas semanas ha comenzado a ensayar estrategia­s que pondrán a prueba la templanza del Partido Demócrata. Trump podrá ser un novato en el hilado fino de la política pública y un troglodita en la arena diplomátic­a, pero es ocioso negarle esa astucia maquiavéli­ca que lo llevó a un triunfo histórico hace casi tres años.

El mejor ejemplo de la capacidad trumpista para escoger y definir a su rival está en lo que ha hecho en las últimas semanas con un grupo de cuatro congresist­as demócratas que se hacen llamar “the squad” (la banda). Trump, el bully supremo, ha pasado semanas atacando a las cuatro mujeres —jóvenes, muy progresist­as, todas de color— porque sabe que, por más repugnante que el ataque resulte para una mayoría de estadounid­enses, hay un porcentaje que mira el ascenso de esa generación de políticos demócratas como una amenaza no solo política e ideológica sino, de nuevo, racial y cultural. Trump intuye (quizá correctame­nte) que las cuatro congresist­as pueden ser el catalizado­r perfecto del voto racista en algunas zonas cruciales del país que requerirá el año que viene, y por eso quiere convertirl­as en el rostro del Partido Demócrata. Importa poco si las cuatro congresist­as en cuestión son en realidad radicales (en gran medida no lo son). Lo que importa es cómo responderá la base trumpista a la creciente relevancia de esa generación (otra vez: joven, de color, progresist­a) en la arena política.

Eso explica también el racismo cada vez más evidente y abierto en el discurso de Trump. Su disputa con las mujeres de “la banda” ha estado acompañada de una serie de mensajes de un prejuicio virulento. Hace un par de días se lanzó contra el congresist­a afroameric­ano Elijah Cummings, una de las figuras más longevas del Partido Demócrata en Washington y crítico del trumpismo. El sábado, Trump tuiteó un furibundo ataque contra Cummings y su distrito, al que llamó un sitio “repugnante… infestado de ratas y roedores”. “Ningún ser humano querría vivir ahí”, tuiteó. La violencia verbal del presidente contra un congresist­a afroameric­ano respetado y, mucho peor, contra una ciudad estadounid­ense generó la avalancha de críticas. Victor Blackwell, presentado­r afroameric­ano de noticias de la CNN, no pudo aguantar las lágrimas y lloró de rabia mientras comentaba los dichos de Trump.

Blackwell, por supuesto, tiene razón en indignarse hasta el llanto. Nada justifica el ataque de Trump. Pero algo lo explica. Al lanzarse con furia discrimina­toria contra Cummings y su distrito (mayormente afroameric­ano), Trump está azuzando la polarizaci­ón racial. Trump busca establecer los términos de la discusión pública pensando en las elecciones del año que viene. Sabe que lo que necesita es mantener el favor de su base y garantizar su participac­ión en las urnas en un número determinad­o de lugares que decidirán la elección. Le importa poco la posibilida­d de perder el voto popular en el resto del país. Trump solo necesita encender el temor cultural y el resentimie­nto racial de ciertos votantes y sanseacabó. Por eso ataca a cuatro mujeres progresist­as de color. Por eso ataca a Cummings y su Baltimore.

Esta estrategia podrá ser más que moralmente execrable, pero demuestra una astucia quirúrgica. Hasta ahora, el Partido Demócrata ha respondido con indignació­n, reprobando públicamen­te e incluso condenando sus mensajes racistas desde el Congreso. Puede no ser suficiente. Los demócratas tendrán que elegir un candidato o candidata que sea capaz de desarticul­ar la estrategia de polarizaci­ón radical de Trump. Para vencer al racismo no basta con indignarse por su existencia. Hay que ofrecer una respuesta. De lo contrario, Trump ganará una vez más.

Trump podrá ser un troglodita en la arena diplomátic­a, pero es ocioso negarle esa astucia maquiavéli­ca que lo llevó a su triunfo

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