TORRENTE Y ANHELO
En el primer número de esta columna había explorado la semántica de su título, la cual se extiende más allá de la indagación y la búsqueda, abarcando también una parcela del ámbito de la música: ricercar es el antiguo nombre de la fuga; composición de complejo tejido contrapuntístico.
Hasta ahora he encausado tal búsqueda dentro del territorio de los sonidos, vulnerando sus fronteras solo para establecer relaciones interdisciplinares. Pero mi pluma se siente profana en todos los ámbitos, es apátrida e inquieta; si estuviera en manos de un filólogo le brotarían mejores letras. Lamentablemente es mi pluma, y quisiera, en la medida de mis alcances, complacer sus afanes de exploración. Por eso he decidido, en la entrega número 21 de Ricercare, traspasar la frontera del sonido y llevar el contrapunto a otros confines.
Un libro es el lugar de confluencia de dos cauces intelectivos llamados autor y lector. El primero propicia una búsqueda que el segundo continúa. Esta búsqueda compartida es la literatura, cuyo cauce tiene como manantial a la razón.
Escribir es un acto volitivo y racional: no puede generarse literatura entintando el azar o el corazón. De ello se infiere que un gran escritor habrá de ostentar gran inteligencia. Esta facultad incluye a la memoria, que constituye el hilo de Ariadna en la búsqueda laberíntica de la escritura. Borges el memorioso daba prueba de su retentiva con modesto alarde, Umberto Eco lo hacía con alarde sin modestia, y Luis Alberto de Cuenca lo hace con elegancia. Cada uno de ellos, a su manera, señala a la memoria como elemento clave para desatar el torrente literario.
La capacidad imaginativa es crucial —no hay manera de negarlo—, pero la ocurrencia de un buen argumento no basta para escribir un buen libro: hace falta una verdadera ingeniería literaria que posibilite la materialización de la idea. Esta ingeniería se articula en la razón, la cual tiene a uno de sus más grandes defensores en el aguerrido y polémico Jesús G. Maestro, autor de la ambiciosa “Crítica de la Razón Literaria”. En ella afirma que la ontología de la literatura se define en cuatro elementos: autor, obra, lector e intérprete o transductor. No profundizaré sobre la función de cada uno de ellos; por ahora solo nos es útil saber que lector y transductor pueden ser la misma persona, ya que todo transductor ha de ser primero lector. Pues bien, la teoría de G. Maestro alimenta la idea de que son dos inteligencias las tributarias del río literario, por más que Jaques Derrida haya proclamado la muerte del autor.
Pero cuando pensamos que para desatar el torrente basta con la voluntad, la razón y la imaginación, llega la disciplina y se carcajea, pues, si no pasan por sus manos, esas tres orgullosas no son más que arcilla sin modelar. “Alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambrunas, desnudez, vaguido de cabeza, indigestiones de estómago y otras cosas a éstas adherentes...”, dice Don Quijote en el discurso sobre las armas y las letras.
En cuanto al lector, sus cualidades son... ¡vaya coincidencia!: una vez más, la voluntad, la razón, la imaginación y la disciplina hacen acto de presencia. Hugo de San Victor, en su Didascalicon, comparaba a la filología (la ciencia de los textos escritos) con una litera que viaja sobre los hombros del trabajo y del amor, pero también sobre los de la preocupación y la vigilia.
Borges situaba al lector por encima del escritor; no sabemos si lo hacía por sutil ironía o por genuina convicción (típica paradoja borgiana). Luis Alberto de Cuenca insiste en la lectura como principal entrenamiento para la escritura, y Umberto Eco bebió libros durante más de cuarenta años antes de publicar su primera novela.
Finalmente, escritura y lectura convergen en un solo caudal. En la literatura todo es torrente y anhelo, y se engaña aquel que en ella espera un fin, pues no encontrará más que ríos que se pierden en el horizonte.