Vanguardia

TORRENTE Y ANHELO

- ALEJANDRO REYES-VALDÉS

En el primer número de esta columna había explorado la semántica de su título, la cual se extiende más allá de la indagación y la búsqueda, abarcando también una parcela del ámbito de la música: ricercar es el antiguo nombre de la fuga; composició­n de complejo tejido contrapunt­ístico.

Hasta ahora he encausado tal búsqueda dentro del territorio de los sonidos, vulnerando sus fronteras solo para establecer relaciones interdisci­plinares. Pero mi pluma se siente profana en todos los ámbitos, es apátrida e inquieta; si estuviera en manos de un filólogo le brotarían mejores letras. Lamentable­mente es mi pluma, y quisiera, en la medida de mis alcances, complacer sus afanes de exploració­n. Por eso he decidido, en la entrega número 21 de Ricercare, traspasar la frontera del sonido y llevar el contrapunt­o a otros confines.

Un libro es el lugar de confluenci­a de dos cauces intelectiv­os llamados autor y lector. El primero propicia una búsqueda que el segundo continúa. Esta búsqueda compartida es la literatura, cuyo cauce tiene como manantial a la razón.

Escribir es un acto volitivo y racional: no puede generarse literatura entintando el azar o el corazón. De ello se infiere que un gran escritor habrá de ostentar gran inteligenc­ia. Esta facultad incluye a la memoria, que constituye el hilo de Ariadna en la búsqueda laberíntic­a de la escritura. Borges el memorioso daba prueba de su retentiva con modesto alarde, Umberto Eco lo hacía con alarde sin modestia, y Luis Alberto de Cuenca lo hace con elegancia. Cada uno de ellos, a su manera, señala a la memoria como elemento clave para desatar el torrente literario.

La capacidad imaginativ­a es crucial —no hay manera de negarlo—, pero la ocurrencia de un buen argumento no basta para escribir un buen libro: hace falta una verdadera ingeniería literaria que posibilite la materializ­ación de la idea. Esta ingeniería se articula en la razón, la cual tiene a uno de sus más grandes defensores en el aguerrido y polémico Jesús G. Maestro, autor de la ambiciosa “Crítica de la Razón Literaria”. En ella afirma que la ontología de la literatura se define en cuatro elementos: autor, obra, lector e intérprete o transducto­r. No profundiza­ré sobre la función de cada uno de ellos; por ahora solo nos es útil saber que lector y transducto­r pueden ser la misma persona, ya que todo transducto­r ha de ser primero lector. Pues bien, la teoría de G. Maestro alimenta la idea de que son dos inteligenc­ias las tributaria­s del río literario, por más que Jaques Derrida haya proclamado la muerte del autor.

Pero cuando pensamos que para desatar el torrente basta con la voluntad, la razón y la imaginació­n, llega la disciplina y se carcajea, pues, si no pasan por sus manos, esas tres orgullosas no son más que arcilla sin modelar. “Alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambrunas, desnudez, vaguido de cabeza, indigestio­nes de estómago y otras cosas a éstas adherentes...”, dice Don Quijote en el discurso sobre las armas y las letras.

En cuanto al lector, sus cualidades son... ¡vaya coincidenc­ia!: una vez más, la voluntad, la razón, la imaginació­n y la disciplina hacen acto de presencia. Hugo de San Victor, en su Didascalic­on, comparaba a la filología (la ciencia de los textos escritos) con una litera que viaja sobre los hombros del trabajo y del amor, pero también sobre los de la preocupaci­ón y la vigilia.

Borges situaba al lector por encima del escritor; no sabemos si lo hacía por sutil ironía o por genuina convicción (típica paradoja borgiana). Luis Alberto de Cuenca insiste en la lectura como principal entrenamie­nto para la escritura, y Umberto Eco bebió libros durante más de cuarenta años antes de publicar su primera novela.

Finalmente, escritura y lectura convergen en un solo caudal. En la literatura todo es torrente y anhelo, y se engaña aquel que en ella espera un fin, pues no encontrará más que ríos que se pierden en el horizonte.

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