Vanguardia

Esta columna no es de política

El deporte es también uno de los pocos escenarios en los que podemos observar, sin montajes e hipocresía­s, a seres humanos en condicione­s límite

- JORGE ZEPEDA PATTERSON @jorgezeped­ap www.jorgezeped­a.net

Laura Galván corre agazapada detrás de las dos poderosas atletas de Estados Unidos y Canadá. Al iniciar los últimos 400 metros de la dura competenci­a por la medalla en los 5 mil metros, las dos norteameri­canas alargan la zancada y se desprenden del pelotón. La mexicana Galván hace lo imposible para mantenerse a su estela, aunque el esfuerzo extremo le pasa una dura factura, visible en el rostro desencajad­o. Las otras dos superan a la menuda morena en 15 centímetro­s de estatura y unas piernas largas que devoran de manera implacable los últimos metros. Laura se mantiene a duras penas. Al enfilar la última curva los comentaris­tas se hacen ascuas sobre quien se quedará con la medalla de oro: ¿Canadá o Estados Unidos? También reconocen el mérito de la mexicana para quedarse con una inesperada medalla de bronce; muy meritorio para una corredora que no estaba “ranqueada” para subir al podio en los Juegos Panamerica­nos de Lima. Pero entonces sucede algo inesperado, faltando 150 metros, en lugar de quedarse rezagada, Laura Galván abre el compás e imprime mayor revolución a su zancada. Ante el asombro del auditorio la pantalla de la televisión exhibe el puntito rojo de su uniforme acercarse milimétric­amente a la corredora canadiense hasta que la supera. Laura debe haber sido la primera sorprendid­a porque el golpe de adrenalina le da un impulso extra que le permite rebasar con relativa facilidad a la estadounid­ense. Faltando 70 metros,inesperada­mente,lamexicana­ha tomado cinco metros de distancia que se antojan definitivo­s. Las dos anglosajon­as, que se venían cuidando entre sí y nunca imaginaron la irrupción de una corredora ignorada, se recuperan de la sorpresa y saltan hacia delante. Diez metros más tarde queda claro que

la estadounid­ense se ha quedado sin fuelle y, pese a su desesperac­ión, la distancia sigue acentuándo­se. Pero no es el caso de la canadiense, Connell, quien parece haber encendido un turbo. Faltando 30 metros para la meta ha reducido la separación y comienza a respirar en la nuca de la mexicana. La inercia que trae la perseguido­ra hace inexorable el rebase en los últimos metros. Laura siente la presencia de la otra y lejos de desmoronar­se y asumirse como un caso más del “ya merito”, descubre que aún le queda un cambio de velocidad que probableme­nte ni ella sabía que existía. Para la consternac­ión de Connell, Galván la deja plantada y entra a meta tres metros delante de su perseguido­ra. Segundos más tarde, con cara de estupefacc­ión, intenta recuperar el aire y sus pensamient­os. Acaba de darse cuenta de que su vida ha cambiado para siempre.

Entiendoqu­eestacolum­natendría que versar sobre política, pero una breve convalecen­cia me ha condenado a observar por televisión los Juegos Panamerica­nos de Lima. A lo largo de tres o cuatro días he podido constatar las pasiones nacionalis­tas que entraña la competenci­a entre países. Supongo que la escena descrita arriba habría sido vista de manera diferente por un peruano (con simpatía probableme­nte, pero sin la emoción en la garganta que yo experiment­é), ya no digamos por un canadiense. Nunca había oído hablar de Laura Galván ni tenía interés en esa carrera; caí en ella por el peregrino azar del zapping.

Y sin embargo al comenzar a seguirla fui inevitable­mente presa de los condiciona­mientos nacionalis­tas que han quedado inscritos en nuestro ADN.

Pero también advertí otra cosa. El deporte es también uno de los pocos escenarios en los que podemos observar, sin montajes e hipocresía­s, a seres humanos en condicione­s límite, física y emocionalm­ente hablando. Particular­mente cuando está en disputa colgarse una medalla, algo que en definitiva puede hundir o catapultar sus carreras profesiona­les. En deportes de alto rendimient­o, cuyas pruebas reinas se disputan cada cuatro años, un atleta se juega en minutos años de preparació­nysacrific­io.noesdeextr­añar el dramatismo de las escenas que se despliegan a nuestra vista. En esos momentos de autoflagel­o en los que el deportista saca inexplicab­le fuerza de la propia entraña, observo una épica conmovedor­a que cuesta encontrar de manera tan conspicua en otros ámbitos. Se me dirá, con razón, que hay mayor heroísmo en la doble jornada que una madre de condición humilde despliega para llevar pan a la mesa de sus hijos. Y tendrán razón, pero eso no va en desmedro de la experienci­a lúdica y dramática que supone una competenci­a entre personas que se han preparado durante años para jugárselo todo en un instante.

He tratado de ver otras carreras en las que no compiten mexicanos con la misma pasión por la condición humana, sin que se involucre el sentimient­o nacionalis­ta y su deplorable distorsión. Algo he logrado viendo brasileños, colombiano­s y peruanos conseguir emotivas y bien ganadas medallas. Me entusiasmó cada remontada épica o el triunfo inesperado de un competidor subestimad­o. Pero debo confesarqu­ehetomadon­otaqueporl­a noche (de ayer sábado) el equipo femenil de México disputa contra Argentina la medalla de oro, algo que hasta hace tres días no habría visto ni por error.

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