Vanguardia

“El Ciclo sin Fin” de la soledad

- Itzel Roldán PERIODISTA Y EDITORA Originaria de la Ciudad de México, comunicólo­ga y colaborado­ra en esta casa editorial en la sección de espectácul­os. Apasionada de los viajes, los perros y los cactus.

No recuerdo la primera vez que vi “El Rey León”, sin duda alguna no fue en el estreno porque en aquel entonces tenía apenas un año, y mi memoria infantil no podía decidir si almacenar o no dicha informació­n. Más allá de la búsqueda de autodescub­rimiento de Simba y de su regreso al trono como el rey verdadero, creo que el clásico animado de Disney me marcó a otros niveles. Quizá aunque suene a cliché, la escena icónica de la muerte de Mufasa me generó un miedo irracional al estar sola, el cual hasta hoy en día me hiela la sangre, pero cuando recuerdo “Hakuna Matata”, siento la misma paz que al abrazar a mi mascota.

El más vivo recuerdo fue el de hace unos años, cuando “El Rey León El Musical” por fin llegó a México con una producción cien por ciento latinoamer­icana, ahí participó adaptando el guión quien fuera mi jefa en ese momento, Susana Moscatel.

El musical estaba protagoniz­ado por Carlos Rivera y Fela Domínguez, y tuvo un espectacul­ar estreno en el Teatro Telcel en Polanco en la Ciudad de México, un lugar que había albergado previament­e otra adaptación del musical “Wicked” con Danna Paola.

Aunque no recuerdo el motivo, Susana me obsequió tres pases para asistir a la función para familiares y amigos antes del estreno, así que sin duda asistí con mis papás emocionada de ser parte de la historia de este show, el cual curiosamen­te ya tenía una gran conexión conmigo. Cuando llegamos al teatro no podía ni imaginar qué nos esperaba, y por supuesto que no estaba preparada para lo que vendría hasta que me senté en la butaca, dieron la tercera llamada y las luces se apagaron. Se me enchinó la piel.

A lo lejos, las canciones africanas comenzaron a inundar poco a poco el lugar con la clásica escena de un sol saliendo sobre la imponente sabana en el escenario. Jirafas, leopardos, aves y cebras caminaban por los pasillos y se acercaban al público, en ese momento lágrimas de felicidad cubrieron mi rostro, y todos los recuerdos de “El Rey León” que tenía en mi mente comenzaron a salir como pequeñas fotografía­s instantáne­as, “El Ciclo Sin Fin” avecinó una lluvia de memorias.

En una de las instantáne­as que alcancé a retomar, me recordé visitando Disneyland París a los 15 años, aunque suene a la mejor aventura que alguien podía tener a dicha edad, estar sola en un país tan lejano a casa y en otro idioma puede llegar a romperte un poquito el alma. Recuerdo que ninguno de mis compañeros quiso acompañarm­e a comer, así que tomé algunos euros y busqué algo para calmar mi hambre, la cual estaba relacionad­a claramente con la tristeza que sentía al no estar con mis papás recorriend­o el lugar. Rápido encontré unas hamburgues­as en forma de Mickey Mouse, y me senté en lo que parecía un auditorio lleno de naturaleza artificial, esa que solo una compañía como Walt Disney podría producir y hacerla tan real como el Amazonas.

Estaba sola, no había nadie a mí alrededor, quizás era muy temprano para comer. Luego las luces volvieron a apagarse, dieron la tercera llamada y voces africanas volvieron a sonar acompañada­s del desfile animalesco y yo viendo por primera vez “The Legend of the Lion King”, claro que en una versión corta para el público apresurado por subirse una vez más a la Space Mountain o a la Torre del Terror. Sí, “El Ciclo Sin Fin” estaba por primera vez musicaliza­ndo una memoria en donde me sentía sola, pero feliz.

Siete años después, de nuevo en Ciudad de México, Simba cantaba frente a mí y mi

mamá me veía con extrañeza, si bien la historia de aquel león es conmovedor­a, tampoco era para tanto. Otro recuerdo llegó de la mano con las canciones, era “The Lion King on Broadway”, cuando me encontraba sola y hambrienta, en un viaje de trabajo que me había llevado a Nueva York por poco más de tres días, y vaya que me sentía feliz, pero al final del día era otra aventura a la que me enfrentaba por mi cuenta y con sólo con pocos dólares en mi bolsa.

En esa ocasión no tuve la suerte de entrar al teatro, no contaba con los casi doscientos dólares que costaba el ticket para el Minskoff Theatre, y acaba de gastar lo poco que me quedaba en un delicioso falafel en alguna calle cercana a Time Square, como siempre, la comida tiene prioridad. Solo podía ver cómo la gente iba llegando para la función de las 19:00 horas, la tienda de regalos estaba abierta al público, así que entré por un buen rato para sentir aquella sensación que solo proporcion­a la magia de Broadway. Ahí estaba, podía escuchar desde el área de camisetas la vibración de las primeras notas musicales de “El Ciclo sin Fin” en inglés, de nueva cuenta sentía una alegría como si cien cachorros me abrazaran, no me sentía sola, la chica de la caja segurament­e quería correrme, pero yo estaba ahí indudablem­ente feliz disfrutand­o una vez más de aquel rugido.

De alguna forma he tenido la suerte de principian­te para estar en la hora y lugar indicado. En verdad la historia creada por aquellos genios para Walt Disney Pictures se había vuelto parte de los momentos de mayor soledad en mi vida, soledad que alguna vez sintió Simba al caminar sobre el desierto.

Quizá he visto de distintas maneras esa pequeña gran historia, siempre de alguna forma regreso a esos instantes en las que la vi por primera vez. Agradezco “El Ciclo sin Fin” del que se sostiene la historia. Quizá mañana, en algún lugar del mundo, quizá sola, con mi esposo o con mis sobrinos, estaré escuchando de nuevo ese rugido que hace vibrar mis recuerdos.

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